...Proseguía hablando de sus cosas íntimas, mientras descansábamos a la sombra de un frondoso árbol. A pesar de ser un lugar concurrido, ello no me impedía que atendiera su interesante diálogo.
Cada noche, con su retrato
entre mis manos, la beso con indescriptible ternura y amor. Son besos tan
largos y sentidos, que hasta llego a llorar. Mi amor, mi dulce madre, cómo le
quiero. Sé que no volverá más a mi lado, jamás. Tal vez ni me oiga, ¡qué pena
siento! Mas, le seguiré queriendo decía conmovido.
En mis sueños, ¡cómo le busco! Por las noches,
tantas veces, me he dormido pensando en
ella. Son mis pensamientos y mis ardientes ansias, lo que me transporta a esa
onírica dimensión. Créeme, a veces siento deseos de subir a una elevada
tribuna, para dirigir palabras de exaltación a la imagen enriquecedora de todas
las madres; y que me oyeran... Decirles, seriamente, que “madre” sólo hay una,
no como maquinalmente se dice. Que me vean llorar por la mía y oigan mis súplicas.
Decirles, que no malogren el tiempo que puedan dedicarle, que la amen, le
disculpen sus achaques o defectos, si los hubiere y vean en ella el verdadero
amor que suelen brindarnos.
Madrecita del alma, cuánto daría por
besar tus mejillas y acariciarte toda.
¡Ay, si la
tuviera!, para estar a su lado, cuidarla siempre y, dormir alguna vez, apoyado
en su regazo, como cuando era niño, oyéndole decir algún cuento infantil...
Hace años que la perdí; y cada día que pasa, siento más su ausencia. Me falta
su amor, sus palabras consoladoras, sus sonrisas y el calor de sus manos.
Viéndole en el portarretrato, es tal la
expresión de su mirada, no sé si de añoranza, de ternura... ¡Ya no sé!.. Pero,
me entristece mucho no poder tenerle a mi lado, no poder abrazarla y besarla
mil veces, más aún, hasta que se acabe mi aliento y muera de amor con ella
entre mis brazos.
Sí, subir a esa plataforma imaginaria y saber
que me escuchan, adultos, jóvenes y niños. Que vean en mí, el desconsuelo que
se siente cuando se pierde a la madre, aquellos quienes no hayan sentido la
necesidad de su presencia habiéndola perdido. Que idolatren su memoria y
piensen mucho en ella. Y para los que la tienen y la desprecian, los que creen
que les va a durar siempre y los que jamás han sentido miedo de perderla.
Tantos muchachos adictos a
las drogas, aquellos que las mortifican sin piedad, que las están matando poco
a poco con ese injusto desprecio a sus propias vidas, que la consideren, que no
la martiricen tan despiadadamente, ni abusen de su silencio de madre. Que la
quieran como toda madre se merece.
Y cuando ella muera, se
acuerden que yo aún lloro por la mía, desconsoladamente, a pesar de haber sido
para ella un hijo que buscó siempre su felicidad.
De súbito se hizo un extraño
silencio y balbuceó: ¡Ay, madre, qué solo me siento sin ti!
Celestino González Herreros
celestinigh@teleline.es
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