8/10/09

NOSTÁLGICO CERCO SENTIMENTAL

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Desde la explanada del muelle pesquero, intuyo, en el plano más distante de mi exaltada imaginación, al majestuoso Teide, entre brumas sobresalir con indescriptible elegancia, bajo el cielo azul, interceptado, como se ve desde el Valle, sólo por la cordillera que es nuestra ladera y que desciende hasta llegar a La Orotava, la siempre amada Villa, jardín de mis amores y lugar sugerente por mil razones. Más abajo, trasladado por los recuerdos, el Puerto de la Cruz, motivo esplendoroso de la Creación que cautiva al visitante y a nosotros nos llena de un sentimiento especial, con sabor a puertito de mar. Su aire yodado y salitroso, con olor al mujo de la costa que a sus brisas contagiaba; y el perfume de las flores, de tantos jardines que proliferaban por doquiera y la influencia de aquellas plazas públicas bien cuidadas, daban una nota placentera al ambiente. Era el Puerto de la Cruz un vergel que convocaba con la paz de su bonanza a la meditación lírica de poetas y pintores, de músicos y escritores, lugar de encuentro y descanso de grandes figuras universales de las Letras y las Artes.

Ahora mismo, mientras evoco, desde este rincón amado, aquella época sentimental de mi juventud, veo las “históricas” casonas, muchas desaparecidas, pero que conservamos en la memoria... La que fuera Real Casa de Aduanas y su calle La Lonja que se pierde hasta llegar a la de Santo Domingo; Casa de Los Machados, con su hermosa entrada, convertida en residencia de marinos y familias pobres; frente al muelle, recordada con nostalgia, Casa de la Sindical, separada por la calle San Juan, de la hermosa casona de Yeoward. Luego toda la calle San Juan. ¡Parece que en realidad las estuviera viendo! Y las demás casonas alrededor de la Plaza del Charco y la de las calles adyacentes, en casi todo el centro del pueblo. A mi derecha, estaba ubicada la enorme casa de la Viuda de Yánez. Le seguía la de El Fielato de don Juan Ríos, a continuación, donde estuvo la Parada de las guaguas; otra al lado y La Pescadería; la de Perdomo y a continuación comenzaba la tradicional calle Mequinéz, escenario de importantes episodios portuenses.

En los alrededores del muelle, junto a los anchos zaguanes, se veían algunas lanchas y lanchones, varados para protegerse de las inclemencias del oleaje o para ser reparadas periódicamente. El burro de Sarguito y la mula del Fielato, fueron animales muy populares en la vida laboral de nuestro Puerto, no podía olvidarles, pues estaban siempre por allí, trabajando como lo que eran. Casi todas las calles del Puerto de la Cruz, estaban rigurosamente adoquinadas. Era muy atractivo, con sus casas enjalbegadas de blanco, puertas y ventanas pintadas de verde y tejados rojos. Había los clásicos callejones, callejuelas pendientes y más angostas, donde en los fríos invierno crecía la hierba entre las piedras y por donde corría el agua de las abundantes lluvias hasta llegar al mar o eran absorbidas por las escasas alcantarillas.

En el Muelle había gran tráfico, asistido por los buques de Yeoward y otras compañías navieras. Las carretas de tracción animal, cargadas de guacales de plátanos, llegaban de todas partes; y entraban distintas mercancías. Exportábamos cuanto hubiera o diera nuestra tierra, con destino seguro y, en definitiva, de esa zona privilegiada del Puerto de la Cruz, se han escrito las páginas más bellas de nuestra historia, momentos buenos y otros no tan buenos, pero jamás dejará de ser el rincón más acogedor de nuestros pueblo, marinero por excelencia, convertido hoy en primorosa ciudad turística, próspera y acogedora, ciudad de promisión para muchos hombres emprendedores con dinero, que vienen y multiplican sus beneficios; y algunos, como ha ocurrido, se han quedado aquí para siempre y han hecho por estos pueblos del Valle de La Orotava, hermosas contribuciones sociales y son personajes de excepción en los anales histórico locales. Todo hay que valorarlo en su justa medida. En realidad, la convivencia en Tenerife, ha sido ejemplar respecto a las gentes que vienen de fuera, aunque siempre hay “indeseables” visitantes, a quienes hay que hacerles la vida imposible y acabamos echándoles de aquí.

Desde aquella romántica época, hasta nuestros días, todo ha cambiado mucho, se ha atentado brutalmente contra nuestro patrimonio histórico, no precisamente por gentes de fuera, han sido algunos desaprensivos políticos nuestros y sus cómplices, quienes acabaron con lo más bello que teníamos, aquello que nos mantenía conscientes y orgullosos de poseer los rincones más atractivos de nuestra geografía. Aquello fue una locura, una inmoralidad imperdonable que nos causa mucha tristeza, un mal irreparable.

El Teide, ahora está radiante y el cielo sin nubes, azulito... Ya pasó la tormenta sentimental de mis cavilaciones. Los verdes laureles de la Plaza del Charco, acogían distintas especies de aves, entre las cuales, hoy abundan las mansas tórtolas y palomas libres, los ancianos juegan con ellas, les llevan comida y las acarician tiernamente... Hay pájaros, pero nunca será como antes, o seré yo, que también he cambiado con el paso del tiempo. La Plaza está, o al menos me parece, más triste; no están aquellos miles de pájaros, cuando a las seis de la tarde regresaban a sus nidos y a pernoctar en ellos, ensordecían con sus alegres trinos. Ni están tantos amigos y aquellas gentes conocidas... Sólo veo a los niños jugar en el parque, meciéndose en los columpios. Antes era distinto, tampoco teníamos parques ni columpios ni toboganes... Pero éramos felices, buscábamos esa felicidad en cualquiera cosa que inspirara a nuestra imaginación... Con cualquier trasto inventábamos un juguete. Recuerdo hacer las duras pelotas de hojas de badanas; y con latas vacías de sardinas y ruedas de goma, hacíamos los coches… Éramos más improvisadores, con mucha más imaginación. Hoy los muchachos tienen de todo, es más fácil, pero flaco favor les hemos hecho, han perdido mucho tiempo y han aprendido poco de la vida, si tuvieran que enfrentarse a ella en difíciles ocasiones. No hemos querido que pasaran por los desconsuelos que se sufrieron en épocas pretéritas.
Volviendo al presente, Puerto de la Cruz ha sufrido la gran transformación del progreso… Y también nuestras gentes han cambiado o tal vez sea yo, quien lo vea todo tan turbio y desangelado. Las gentes ya casi no se respetan unos a otros, como era obligado en épocas pasadas, antes del “progreso”. Y no ocurre solamente en nuestra ciudad, el mal se ha extendido por doquiera, se perdió la solidaridad, las consideraciones aquellas para con los demás. ¿Qué está ocurriendo en la actualidad? ¿Dónde están nuestros valores? ¿Porqué imperan los hipócritas y los farsantes? ¿Acabaremos destruyéndonos mutuamente… y sin haber logrado satisfacer nuestras ambiciones? Unos lo quieren todo para sí. Otros están, como el ladrón al acecho… Los demás estamos expectantes a ver en qué acaba todo esto, pacientes pero en guardia. Siempre habrá un momento oportuno que nos permita resarcirnos de tanta miseria.
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AQUEL ERA UN LUGAR ENCANTADOR

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Barroso es un barrio de la parte alta de La Orotava. Intento hacer una semblanza, de cómo fue en la época de su máximo esplendor, hace cinco o seis décadas y no sé si llegué a idealizar ese añorado entorno ambiental, lo cierto es que me entusiasma la idea de señalar aquellas admirables excelencias, desde cuando fui un muchacho. Y puede ser que en esa tierna edad, fuera capaz de sensibilizarme excesivamente y me condicionara para ver las cosas desde distinta óptica y las interpretara más hermosas, entonces. Nada hay de particular en ello, ahora sólo pretendo revivirlas tal y como eran, con quienes le conocieron y con dicha evocación disfrutar de esos momentos entrañables que muchos de nosotros vivimos y no podemos olvidar.

Antes era de una belleza incomparable, jamás se repetirán tantos encantos juntos, por su conservación estética y eminentemente agrícola. Era lugar de transito obligado, para aquellos que iban hacia Las Cañadas del Teide, y su poético entorno ambiental era admirable. Nunca vi tantos frutales a la vez, los castaños y nogales bordeaban la carretera, desde La Orotava hasta muy avanzada la vía de acceso al monte. La abundancia de frutales enriquecían los terrenos cultivados y sus lindes. Abundaban los cereales, principalmente el millo; papas, viñedos, etc. La lista es delirante, por su variedad y exuberancia.

Por doquiera aparecían los típicos pajares o chozas con techumbre de paja y paredes anchas, confeccionadas con piedra y barro, donde encerraban y conservaban la cosecha recogida y las hojas frescas del grano y otras, por el ambiente húmedo que proporcionaban; y almacenaban todo cuanto recolectaban, millo, castañas, nueces, almendras, etc. Aquellas peras y manzanas de distintas especies, limpias y olorosas, despertaban el apetito de morderlas. Y el cultivo de la vid, con el característico peso de sus abultados racimos de uva, realmente impresionantes. Hubo ganado de calidad en cantidad y agua en abundancia.

Desde arriba se veía El Valle, que llega desde la cumbre hasta las espumosas aguas, donde dejan su blancura en la rizada mar las olas que golpean nuestras costas norteñas. Era cual falda verde que le cubriera y se veían, apenas algunas casas escondidas entre la frondosa platanera, donde también abundaban frutales y hortalizas; animada con la presencia de los circulares estanques de regadío, que refulgían desde la distancia, bajo los rayos del sol.

En las frescas tardes, eran obligados los paseos por la angosta carretera, un tanto melancólicos, cuando la bruma bajaba y nos envolvía. Esas tardes en Barroso, las recordaré siempre, cuando íbamos a veranear todos los años... Siempre había alguien que supiera rascar las cuerdas de la guitarra, y bajo la luz de la luna, peregrinábamos canturreando viejas melodías de amor o los aires musicales de nuestra tierra canaria. Entonces, en ese aislamiento, nos perdíamos en la espesura de la niebla, entre un mar de nubes y la cumbre, que parecía se dilatara en sus cromáticas formas, bajo el cielo obnibulado, más allá tachonado de estrellas que parpadean mimosas en la lejanía; acariciados siempre, por ese airecillo frío del campo, que tanto embriaga y enamora. Y en la soledad estimula los más recónditos sentimientos. Los animales, llevados por el risueño campesino, a pesar de llevar, calladamente, la pesada carga de sus desilusiones y quebrantos, iban y venían en ambos sentidos, llevando la espléndida cosecha a su destino. Las ventitas consolaban a los más sedientos con deliciosos vinos y jugosos quesos del país.. Los famosos rosquetes no podían faltar, ni los chochos...

Son vivencias enternecedoras que evocándolas ayudan a vivir y arrancan sentimientos ocultos en lo más profundo del corazón.

Barroso ya no es el mismo, ha perdido su antiguo encanto; ni las gentes son aquellos que conservo en la memoria y que me han dejado, con el recuerdo de sus vidas, la sensación de haber muerto también. Viéndole nuevamente hace sentirme como un extraño, en un barrio distinto. Los años lo han cambiado todo, aquel era un lugar encantador, donde solía soñar entre brumas y el perfume de sus frutales, viendo abajo, cuan verde era mi valle, ahora maltrecho y herido, dejándonos decepcionados al recordar las expresiones de admiración que antaño inspiraran a tantos sabios exploradores y científicos que venían a contemplarlo por sus bellezas naturales, universalmente reconocidas.

Barroso y tantos barrios de nuestro Valle de La Orotava, hoy, sólo son una quimera sentimental del pasado; al final de todo, aunque ya nada podamos hacer, brindémosle un último tributo de amor.

El progreso y las exigencias de la vida lo han trastocado todo y no es que estuviera aquel entorno de más, sólo si, me hubiera gustado que los muchachos de hoy hubieran disfrutado de ese lugar, tanto como disfruté yo y los de mi época. Esos días en contacto con la Naturaleza y viviendo la vida del campo, al menos para mí, fue como una escuela donde aprendí para siempre a entender la tierra, su generosidad inmensa y cuanto atesora, cuando se la sabe atender y se le da nuestro sudor y cariño. Compartir el tiempo con los campesinos nos enriquecía cada vez más. Practicar las labores del campo era trabajo duro, pero ilusionaba, así como lidiar a los animales. Aquellas tardes, acompañados de una vela encendida y el silencio del ambiente de recogida era emocionante. Y antes que saliera el Sol, ya estaban las veredas de las lomadas concurridas e íbamos a la faena, a aprender más cada día por si alguna vez lo necesitábamos a donde tuviéramos que ir a ganarnos la vida. Uno nunca sabía… Los muchachos de hoy debieran aprovechar las vacaciones escolares en estos menesteres, nunca se sabe, máxime si la situación económica empeora. Nunca se sabe… Y el campo hoy está abandonado y la agricultura. Hoy, sin poder evitarlo, exclamo: ¡Cuánto tiempo se ha perdido, sin pensar en los reveces de la vida!..
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