Recordando con unos amigos cosas viejas del Puerto de la Cruz, estuvimos largo rato de cháchara. Cuando ya habíamos reparado en cada uno de sus perdidos encantos nos excedimos en consideraciones sentimentales, al evocar cómo era la Playa de Martiánez y cuáles sus atractivos efectos desde la contemplación de aquellos bellos bajíos que dieron la abundante captura de peces y mariscos a nuestros pescadores, veteranos y novatos, que se daban cita en esa exótica franja de la que fuera nuestra rica y generosa costa norteña.
Por las noches las luminosas antorchas moviéndose parsimoniosas entre los riscos, resplandecía su luz sobre las aguas quietas de los charcos; y en alta mar las barquillas y las traineras imprimían un sentimiento de paz incomparable, sólo las estrellas del firmamento en las noches claras, podían imitar su alucinante mansedumbre. Recuerdo acercarme a la orilla, en mis años mozos, cuando quería deshilvanar algunos de mis constantes sueños, en ese silencio solemne, escuchar el quejido armonioso del agua cuando llegaba a la orilla hasta detenerse y al regresar nuevamente a su inmenso seno, pronunciando su melancólico arrullo... Entonces la luz brillaba trémula sobre la superficie del agua, como si la mar se hubiera encendido de ilusiones en esas apremiantes situaciones de románticas llamadas...
Eran nuestros pueblos tan tranquilos, que podíamos transitarlos a cualquier hora del día sin el menor de los riesgos, las gentes también eran distintas y en todos los sentidos. Por las noches, mientras unos dormían, otros salían a la calle, era una delicia pasear. Las distancias se recorrían a pie y todos los habitantes de los núcleos urbanos nos conocíamos y nos respetábamos, lo contrario de como ocurre hoy, que todo es más grande y distante y muy pocos caminan y tardas en ver a algún conocidos... "Está bueno el panorama de hoy, como para uno aventurarse"... Sin embargo, contradiciendo lo dicho, los de afuera aseguran de que lo pasan fenómeno, que nuestra ciudad es el lugar ideal para pasar unas vacaciones inolvidables y son precisamente personas que han viajado mucho quienes lo dicen; y que prefieren nuestras ensoñadoras Islas Canarias. No puedo objetar indiferencia, hay mucho de cierto en ello, pero de haber conocido cómo eran nuestros pueblos, sus costas, los campos y los montes, sentirían los nostálgicos desconsuelos y la añoranza que siento frecuentemente, cuando asaltan a mi mente vivencias y recuerdos que no los borra el tiempo y que despiertan cierta rebeldía...
Acudíamos diariamente a nuestras playas, cada sector de la población tenía la suya preferida, por vivir muy cerca a ellas. En mi caso, por ejemplo, sentía preeminencia por la de Martiénez, por supuesto, primero la de San Telmo - El Boquete- y desde allí, a tiro de piedra, ya estábamos en Martiánez caminando bajo los exuberantes y atractivos tarajales, entre el ancho paseo a un nivel más alto y la arena abajo. En la orilla de la playa, en los veranos, la chiquillería invadía el entorno jugando con sus cubitos, el rastrillo y la pala, en la arena negra y el agua que recogían en los charquitos... Otros, improvisando cañas de pesca, se entretenían placidamente pescando cabozos y pejes verdes. Las casetas de tela alegraban el ambiente estival. Garrafones de vino, calderos con apetitosas comidas del campo y de costa, tales como el pescado salado con papas guisadas, los tollos "concejales" y la bimba de gofio amasado al puño. ¡Cuántas veces llamaban a uno y le brindaban con algo...! El Puerto de la Cruz, entonces era más popular, tenía otro encanto, usos y costumbres que hemos ido perdiendo progresivamente, también las personas eran más sociables, o al menos, más solidarias.
¡Qué paradoja tan irónica!.. Comenzaron a prohibirle al gallo que cantara cada mañana por que los turistas dormían... Prohibieron las clásicas casetas en las playas. Terminantemente prohibieron las serenatas y las parrandas callejeras, ni en locales públicos. También fregar con agua y jabón o zotal las aceras correspondientes a cada vecino, no tirar agua a la calle. Vender helados en la vía pública. Ganarse la vida como mejor pudieran los que no tenía un trabajo fijo. Paguemos impuestos a trote y moche y, callemos la boca. No acabaría de mencionar todo lo que nos han quitado para modernizar nuestros pueblos, villas y ciudades. Y hoy resulta que no pueden controlar la prostitución, la corrupción, la droga, los fraudes -chicos y grandes- el fantasmagórico paro laboral, los robos y el crimen... Con todas estas denuncias que hago, acabo pensando que no somos un pueblo alegre, aunque queramos fingir lo contrario con harta frecuencia, aún sabiendo que nos falta el estímulo necesario de la ilusión que perdimos, a cambio de darles todo a nuestros afortunados visitantes y para algunos todavía les parece poco.