La mirada acaricio todo cuanto
alcanzo ver, buscando algunos de los vestigios perdidos. Hoy, cuando la moderna
ciudad suplantó la fisonomía nostálgica de aquel pueblo marinero de antaño, a
veces siento, como si en este lugar también
fuera un extraño, pues lo que existe ya poco me dice. Nada es igual, ni
las gentes son las mismas, sólo queda un halo nostálgico y los recuerdos
deambulando a mí alrededor, no hallo nada de lo que busco: lo que hemos
perdido.
Detrás tengo al mar, la bocana de nuestra
pequeña bahía, puerta abierta a otras latitudes; mar que sigue siendo el mismo,
lo único que conservamos con su propia imagen, a pesar de los años
transcurridos. Donde han naufragado los sueños de muchos navegantes. Otros en
él, hallaron el camino de su liberación y materializaron sus ambiciones,
siguiendo la ruta de aventuradas travesías... Sin embargo, en estos instantes
no navego, vago con la imaginación, por aquellos lugares de antes. Empero, aún
conservamos el calor humano de entonces y el eco de cálidas palabras...
Aquellas palabras trémulas de amor que susurraron tan cerca. Aquellas
querencias amadas que, evocándolas, volvemos a despertarlas. Entonces nuestro
pueblo era el amplio solar de tantas y tantas ilusiones; compartíamos alegrías
y pesares con nuestras gentes... Ellas fueron parte esencial de esas escenas
frecuentes vividas a través del tiempo. Sus calles y sus plazas enamoraban.
Todas las flores eran bellas y los perfumes de las mismas embriagaban; un halo
lírico en el aire despertaba el deseo de amar. ¡Sí, me basta con los recuerdos!
Sus profundas miradas a cualquiera inquietaba, intuíamos en ellas abismos de
soledades y pasiones soterradas en el subconsciente: eran las féminas de entonces.
Así eran ellas, cautivadas por los encantos naturales de nuestro amado Puerto
de la Cruz,
aquel lejano y perdido rincón poético de apacibles ensueños...
Inconscientemente, girando sobre mis talones, me encuentro, nuevamente, cara al mar, aquel que tanto me llamara y me llevó lejos, en plena juventud, cuando emigré... A veces le doy la espalda, sin darme cuenta de lo que hago, cuando me extasío contemplando lo que aún queda de nuestro pueblo amado. Ciudad turística, como una promesa vanguardista... Y su metamórfosis social y urbanística me inquieta, aparte de impresionarme. La nostalgia, como observarán, me embarga y me asedian los remordimientos por haber estado ciego tanto tiempo, mientras morían tantas reliquias patrimoniales de este mítico lugar, cruelmente transformado, igual que el resto de nuestro Valle de La Orotava, la gran ladera desde el verde monte hasta el mar, con sus pueblos y barrios. La realidad no es otra, y el cambio gigantesco es impresionante. Si le contemplamos desde la moderna autopista, a la altura de Cuesta de la Villa, sólo se ven casas apiñadas en el declive de la montaña. Apenas un poco de terreno cultivado y las huellas indelebles del abandono por doquiera, cual si fueran cicatrices crueles en nuestro suelo agrícola. La imagen dantesca, que tanto nos daña está ahí, en el evidente descuido y en los matojos secos, donde antes era verde nuestro Valle. La tierra que nos daba los mejores frutos y el sustento puntual en momentos difíciles de la economía canaria, tierras labradas con el sudor de tantos campesinos nuestros, y que, con el amparo de ellas mantuvieron a sus familias. Hoy, tierras fértiles abandonadas... Esperando brazos jóvenes y fuertes de hombres conscientes que las hagan producir nuevamente.
A pesar de ser, aún bello el “dudoso” panorama, se observan las sombras de la amargura de un idílico enclave natural, irremisiblemente muerto... y sin piedad alguna. Ahora más parece un valle de lágrimas o los espectros de una insólita muerte. Sin embargo, nos obstinamos en verle verde, como si todo hubiera sido la pesadilla de un triste sueño... Y al despertar le viéramos, tal y como era, radiante y verde al despuntar el alba. Como una exclamación sobrenatural de incontenible alegría, viendo correr el agua por las atargeas y en el reverdecido platanal, en sus circulares estanques, el agua refulgiendo bajo los rayos del sol. Y las aves, sobrevolando la inmensa alfombra verde, cual verde océano de vida y prosperidad que expusiera con orgullo sus naturales encantos, a tantos científicos universales, cauctivándoles, algunos de hinojos.
Así era nuestro Valle de La Orotava, un edén de prologadas ilusiones, alfombra verde y cuna amorosa de nuestros ancestros. Hoy, una triste realidad para nosotros y nuestros hijos.
Con la mirada cansada, busco algunos de aquellos vestigios perdidos y sólo hallo abandono; y siento el desconsuelo de haberlo perdido "casi" todo. Después de largas ausencias, volver me entristece...
Celestino González Herreros
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