Parece que haya sido ayer, cuando juntos recorrimos aquellas veredas y caminos vecinales, que si hablaran de nosotros narrarían los episodios más hermosos de nuestras vidas. Mas, allí quedaron relegadas al olvido las huellas de nuestros pasos y el eco adormecido de nuestras voces, cuando musitábamos nuestras palabras de amor.
Parece que haya sido ayer, cuando por primera vez nuestras manos se juntaron y aquella sensación extraña nos unió para siempre en cuerpo y alma, jurándonos amor sincero y sellamos con un cálido beso nuestra eterna promesa. Y, hoy como ayer, seguiríamos queriéndonos y sería así, hasta cuando el destino nos separase. Entre tanto, juntos fuimos envejeciendo, nos percatábamos de ello, aunque no quisiéramos aceptarlo, pareciéndonos que nada había cambiado, que éramos los mismos de ayer sin haber sufrido transformación ninguna evidente; pero no éramos aquellos adolescentes que en silencio nos comunicábamos, mirándonos a los ojos, acariciándonos sólo las manos y muchas veces murmurando aquellas tiernas frases con las que nos decíamos tanto y tantas veces lo mismo.
En vano no han pasado los años. Hoy, intuyendo aquel pasado, con las sienes ya plateadas, vemos con regocijo los frutos de aquel cariño, los hijos ya crecidos, la ternura de los nietos y aquel camino, aunque más desolado y triste, todo cambiado. Empero, aún siguen erguidos los juncos y la madreselva dando sus aromáticas flores, a pesar de los años y la brisa sigue acariciando… Tal vez invitándonos a pasear juntos por aquellos recordados lugares, jugando con las margaritas, que si, que no me quieres… Y el corazón, aunque latiendo con más dificultad, abierto a todos aquellos acontecimientos que siempre perdurarán, aún después de muertos, también.
A veces, mientras me arrulla la mecedora, cierro los ojos y vuelven a mi mente aparecer esos lugares añorados y con la transparencia y la soltura de aquella hermosa juventud, me dejo arrastrar con los recuerdos y me pierdo, con la ausencia propia de la evocación, por esos parajes que intuimos sean los mismos y dejo transcurrir el tiempo, sin prisas por volver a este contrario presente. Siento pasar el tiempo aunque no pueda detenerlo y no me resigno a perderlo, como he perdido aquellas gratas horas que no volverán. Hasta el aroma de las flores es distinto y el eco de la voces, hoy apagadas en la distancia de los recuerdos.
Ella siempre presente, como los juncos erguida y sonriente, mirándome y compasiva viéndome tan viejo; y yo simulo como si no la viera, ocultando mis lágrimas entre la tupida maleza, negando mis desconsuelos, ocultándome entre la tupida malla del tiempo… Sintiendo no alcanzar el ritmo de otras épocas, no alcanzar la cima de nuestras ambiciones, ni demorar los impulsos aquellos ya minimizados dado los ímpetus acostumbrados de aquella edad que no halla jamás resistencia alguna.
Cuando
Celestino González Herreros
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