CASTAÑAS
TOSTADAS A LA ORILLA DEL
MAR
Es muy gratificante cuando
estamos esperando que salgan del bracero las próximas castañas tostadas, cerca
del fogón envuelto en la humareda y abatido por la brisa atlántica del otoño frío
e inclemente de la tarde lluviosa y a la vez alegre en el concurrido muelle
pesquero de nuestro Puerto de la
Cruz rodeado de gentes
de todas las latitudes del Planeta Tierra, a tope de turistas.
Aunque este año estén más
caras, con media docena nos quedamos satisfechos, claro, siempre acompañados de
sendos vasitos del buen vino nuestro.
Disfrutamos igual viendo a las
gentes contentas, bien servidas y relajadas, pasándolo igual de bien. Siempre
aparece algún amigo a saludarnos y como es obvio, a participar del festín, sin
mala intención de aguarnos el momento, sólo buscando el calor de la amistad y
soltar la hebra hasta que se acabe el ovillo…
Recuerdo aquellos papelones o
cucuruchos llenos de castañas tostadas que mi padre nos llevaba a casa y
compartía con toda la familia. Ese familiar gesto es muy nuestro, ahora no es
igual, no sé si aún se acostumbra hacerlo, dado que estamos viviendo una época
de pura especulación y los hornos no están para bollos, además como todo ha
cambiado tanto, es normal que dudemos.
También recuerdo, dando
vueltas en la Plaza
del Charco, un par de amigos paseando, cada uno en las manos provistas de un
pequeño envoltorio conteniendo esas ricas y calentitas castañas tostadas y
procurando no se nos gasten para usarlas como cebo para atraer a las chicas que
nunca decían que no cuando las invitábamos y así ya teníamos la compañía
asegurada; y si no eran castañas, también valían los cacahuetes o las clásicas
palomitas de millo. Entonces, siendo muchachos, sólo bebíamos gaseosas u otros
refrescos.
Muchos se comprometieron
seriamente dando esas olímpicas vueltas en el paseo asfaltado de dicha plaza y
muchas promesas dejaron de cumplirse por designios del destino o por la razón
que fuera, también pudiera ser por la misma inmadurez de los comprometidos que
por cualquier discusión se disolvían las pretendidas relaciones, tanto amorosas
como si lo fueran amistosas. Cosas de la adolescencia y no otra cosa.
Mientras paseábamos, al pasar
a la altura de la Sociedad Circulo
Iriarte, cuando la orquesta dejaba oírse desde abajo, mirábamos con
desconsuelos hacia las ventanas y el elegante balcón del edificio del lugar del
recreo, ya que no siempre era posible acceder al mismo y menos aún si las
chicas no tenían el correspondiente permiso para ello, otorgado por sus
familiares.
O, al pasar por el elevado
kiosco de los músicos, donde hoy sigue ubicado el bar. Dinámico, nos deteníamos
para escuchar las delicadas interpretaciones alegres, líricas y lo que se les
ocurriera. Siempre al pasar por ese lugar solíamos detenernos no sólo por
respeto, sino también por que nuestro espíritu pareciera que se alimentara
momentáneamente con la suave cadencia, algunas veces, de determinadas notas… Luego
seguíamos dando las pertinentes vueltas al amplio cuadrilátero, cual sendero
del amor. Habitualmente, hasta que por razones obvias teníamos que interrumpir
aquel idílico caminar callejero, cuando fuera la hora de la retirada, cuando las
luces del pueblo se encendían; por orden de los respectivos padres, que solía
ser de ocho a nueve de la noche.
Qué distinto era ayer, aquel
respeto era digno de ser recordado y aconsejado para las generaciones
venideras.
A veces nos encontramos amigos
de aquella época y recordando esas vivencias uno siente tal nostalgia… Evidentemente
la gente de hoy nos miran como si fuéramos un cero a la izquierda, en cualquier
momento o circunstancia. Nos tildan así: ¡Es un viejo, está anticuado!..
Quisieran ellos llegar a vivir los años que cargamos a cuesta. ¡Que nos quiten
lo bailado! También tenemos historias que contar, pero nuestra prudencia nos
inhibe y mucho menos queremos que de nuestra respetable juventud supongan
conceptos equivocados y sean confundidos, que quieran hacer comparaciones.
Antes lo más importante para los jóvenes era no olvidar el respeto y la
consideración que le debíamos a todos los demás, si excepción alguna, a
nuestros semejantes. Había vergüenza, tal vez demasiada; y un elevado concepto
del honor. Una pillada de chiquillos se perdonaba al final, al poco tiempo. Una
ofensa al honor de la familia era casi imperdonable y ello nos obligaba a
pensar en las consecuencias posibles.
Como he dicho algunas veces,
en nuestra Plaza del Charco, no había fronteras, habiendo respeto, no era
necesario legislar leyes que castiguen a nadie. Ni había clases sociales o al
menos no las distinguíamos. Ni se permitía que entre las gentes trataran de
resolver posibles rencillas personales, digo, si las hubieran, para agarrarnos
a pelear cuando las palabras no valían. Respetábamos el familiar recinto de
nuestra plaza e íbamos al muelle a ponerle un ojo morado al que se las diera de
listo, provocador o faltón del imprescindible respeto.
Como ven y es sabido por los
que aún quedamos de los coterráneos de aquella lejana época, habría mucho que
narrar. Como suele decirse: Cada uno en su sitio, juntos sí, pero revueltos no.
A España, muy prematuramente, se le regaló la libertad… Que no todos tuvieron
capacidad para comprender el verdadero sentido de dicha denominación. Cada día
más, muchos confunden esa libertad con el despreciable libertinaje y así nos
va, acontecimiento social casi generalizado y como está bien demostrado,
empezando por los de más arriba.
Celestino González Herreros
http://www.celestinogh.blogspor.com
celestinogh@teleline.es
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