23/11/12


CASTAÑAS TOSTADAS A LA ORILLA DEL MAR



Es muy gratificante cuando estamos esperando que salgan del bracero las próximas castañas tostadas, cerca del fogón envuelto en la humareda y abatido por la brisa atlántica del otoño frío e inclemente de la tarde lluviosa y a la vez alegre en el concurrido muelle pesquero de nuestro Puerto de la Cruz  rodeado de gentes de todas las latitudes del Planeta Tierra, a tope de turistas.

Aunque este año estén más caras, con media docena nos quedamos satisfechos, claro, siempre acompañados de sendos vasitos del buen vino nuestro.

Disfrutamos igual viendo a las gentes contentas, bien servidas y relajadas, pasándolo igual de bien. Siempre aparece algún amigo a saludarnos y como es obvio, a participar del festín, sin mala intención de aguarnos el momento, sólo buscando el calor de la amistad y soltar la hebra hasta que se acabe el ovillo…

Recuerdo aquellos papelones o cucuruchos llenos de castañas tostadas que mi padre nos llevaba a casa y compartía con toda la familia. Ese familiar gesto es muy nuestro, ahora no es igual, no sé si aún se acostumbra hacerlo, dado que estamos viviendo una época de pura especulación y los hornos no están para bollos, además como todo ha cambiado tanto, es normal que dudemos.

También recuerdo, dando vueltas en la Plaza del Charco, un par de amigos paseando, cada uno en las manos provistas de un pequeño envoltorio conteniendo esas ricas y calentitas castañas tostadas y procurando no se nos gasten para usarlas como cebo para atraer a las chicas que nunca decían que no cuando las invitábamos y así ya teníamos la compañía asegurada; y si no eran castañas, también valían los cacahuetes o las clásicas palomitas de millo. Entonces, siendo muchachos, sólo bebíamos gaseosas u otros refrescos.

Muchos se comprometieron seriamente dando esas olímpicas vueltas en el paseo asfaltado de dicha plaza y muchas promesas dejaron de cumplirse por designios del destino o por la razón que fuera, también pudiera ser por la misma inmadurez de los comprometidos que por cualquier discusión se disolvían las pretendidas relaciones, tanto amorosas como si lo fueran amistosas. Cosas de la adolescencia y no otra cosa.

Mientras paseábamos, al pasar a la altura de la Sociedad Circulo Iriarte, cuando la orquesta dejaba oírse desde abajo, mirábamos con desconsuelos hacia las ventanas y el elegante balcón del edificio del lugar del recreo, ya que no siempre era posible acceder al mismo y menos aún si las chicas no tenían el correspondiente permiso para ello, otorgado por sus familiares.

O, al pasar por el elevado kiosco de los músicos, donde hoy sigue ubicado el bar. Dinámico, nos deteníamos para escuchar las delicadas interpretaciones alegres, líricas y lo que se les ocurriera. Siempre al pasar por ese lugar solíamos detenernos no sólo por respeto, sino también por que nuestro espíritu pareciera que se alimentara momentáneamente con la suave cadencia, algunas veces, de determinadas notas… Luego seguíamos dando las pertinentes vueltas al amplio cuadrilátero, cual sendero del amor. Habitualmente, hasta que por razones obvias teníamos que interrumpir aquel idílico caminar callejero, cuando fuera la hora de la retirada, cuando las luces del pueblo se encendían; por orden de los respectivos padres, que solía ser  de ocho a nueve de la noche.
Qué distinto era ayer, aquel respeto era digno de ser recordado y aconsejado para las generaciones venideras.

A veces nos encontramos amigos de aquella época y recordando esas vivencias uno siente tal nostalgia… Evidentemente la gente de hoy nos miran como si fuéramos un cero a la izquierda, en cualquier momento o circunstancia. Nos tildan así: ¡Es un viejo, está anticuado!.. Quisieran ellos llegar a vivir los años que cargamos a cuesta. ¡Que nos quiten lo bailado! También tenemos historias que contar, pero nuestra prudencia nos inhibe y mucho menos queremos que de nuestra respetable juventud supongan conceptos equivocados y sean confundidos, que quieran hacer comparaciones. Antes lo más importante para los jóvenes era no olvidar el respeto y la consideración que le debíamos a todos los demás, si excepción alguna, a nuestros semejantes. Había vergüenza, tal vez demasiada; y un elevado concepto del honor. Una pillada de chiquillos se perdonaba al final, al poco tiempo. Una ofensa al honor de la familia era casi imperdonable y ello nos obligaba a pensar en las consecuencias posibles.

Como he dicho algunas veces, en nuestra Plaza del Charco, no había fronteras, habiendo respeto, no era necesario legislar leyes que castiguen a nadie. Ni había clases sociales o al menos no las distinguíamos. Ni se permitía que entre las gentes trataran de resolver posibles rencillas personales, digo, si las hubieran, para agarrarnos a pelear cuando las palabras no valían. Respetábamos el familiar recinto de nuestra plaza e íbamos al muelle a ponerle un ojo morado al que se las diera de listo, provocador o faltón del imprescindible respeto.

Como ven y es sabido por los que aún quedamos de los coterráneos de aquella lejana época, habría mucho que narrar. Como suele decirse: Cada uno en su sitio, juntos sí, pero revueltos no. A España, muy prematuramente, se le regaló la libertad… Que no todos tuvieron capacidad para comprender el verdadero sentido de dicha denominación. Cada día más, muchos confunden esa libertad con el despreciable libertinaje y así nos va, acontecimiento social casi generalizado y como está bien demostrado, empezando por los de más arriba.




Celestino González Herreros
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