El azul
nítido del cielo ya comienza, en las tardes de los primeros días de Octubre, a cubrirse
en la zona oriental, sobre la cordillera. Las nubes blancas y grises color
pizarra, con amplios claros de tornasoles que resaltan su abundante espesor,
contrastan entre sí sus naturales colores, semejantes a exóticas visiones. Mas,
el azul del cielo aún predomina en la lejanía; detrás de las mágicas formas que
van creciendo caprichosamente, cubrir todo el vacío quiere, mientras va
muriendo la tarde. La luz va siendo tenue en el apasionado y singular panorama
que fascina a la vez que nos recuerda que ya se acercan los atardeceres tristes
de nuestros grises otoños...
Siempre he
observado, con enorme entusiasmo, los movimientos y transformaciones de las
nubes, estos elementos atmosféricos, ello por la diversidad de formas que en su
acolchado aspecto nos propinan: caballitos volando; gigantes corriendo
amenazantes; lobos bailando, unos, otros aullando; jirafas saltando; y todos
los caprichos imaginables que llegan a parecernos casi reales. De niño,
recuerdo que subía a la azotea de la casa de mis padres, para estar ratos
larguísimos mirando hacia la montaña, sus sombras y las nubes que las
proyectaban; contemplando el espectro celeste, tan limpio y de un azul
dulcificante, que tanto me fascinaba. Esperaba pacientemente ese cortejo de la
niebla empujada por los vientos suaves, los alisios que, en determinadas
alturas, suelen animar el paso lento de su parsimonioso andar. De cuando en
cuando, se agitan e imitan una danza cósmica y se funden en una sola cortina
algodonosa y condensada que se disgrega lentamente y cobra formas diferentes,
algunas de tétricos parecidos e ilusas figuraciones. Y cuando se están quietas,
la danza parece quedar petrificada: los vientos orquestados han detenido el
pulso melódico de sus ritmos y al unísono todas oscurecen; el fondo celeste del
firmamento va siendo cómplice de la soledad de la noche que ha comenzado en el
entorno alejado de la montaña... Y en el poniente, volviendo la mirada hacia
ese bello paisaje, la línea divisoria entre el mar y el cielo se sonroja con
fulgores encendidos de imponente atractivo, una estampa sugerente y hermosa,
viendo la atrayente silueta de la isla de La Palma, más nítida y clara que nunca, casi al
alcance de mis manos; y la mar serena, pincelada otrora de un rojo amarillo
luminiscente, que va desvaneciendo, sin perder por ello encanto alguno de su
poética presencia, que, cierto es, me cautiva irresistiblemente.
Quiero ver
morir la tarde, hasta que lleguen las tinieblas a mi balcón, mientras la ciudad
se agita, alegre y bullanguera.
El contraste
es digno de mención. Ya el rojo, - sol de los muertos - va languideciendo
lentamente y se pueden ver resurgiendo, abundantes velos teñidos de un naranja
débil, que agoniza en la distancia, sobre el mar fulgente. Aparecen de súbito,
unos nubarrones renegridos que se precipitan torvos sobre los últimos claros...
Que se deslizan majestuosos, como queriendo suprimir los agónicos suspiros de
la tarde, sombreando las desteñidas rieladas de la mar sumisa y quieta,
adormecida con calma senil; y el encanto de La Palma, que se ve allende en el horizonte, isla
perfilada entre resplandores del ocaso, vivo aún, desvaneciéndose poco a poco
ante mis ojos, obnibulando el entorno poético que me ha inspirado tanto,
haciéndome cómplice de la soledad de la noche.
Muchas son
las horas superadas en el tiempo, buscando que la ilusión se materialice cuando
soñamos; y pocos los momentos renunciando al encuentro, pues ya buscamos la
materia de la vida en esos sueños... Si a veces erramos en ese intento, porque
fueron motivos imposibles, bien es verdad, que ignoramos si estamos dentro o
fuera, cuando soñamos en ese mundo maravilloso que tantas veces nos devuelve la
verdadera felicidad. Por eso es bueno vivir soñando; y yo sueño, y me cuesta
despertar algunas veces. Las nubes me recuerdan el movimiento de las góndolas,
deslizándose en el angosto canal, de la fascinante Venecia, buscando la
libertad: otro, un ancho canal donde son cómplices los enamorados con las
sombras de la noche; y llego a comprender las prisas que llevan, cuando se agolpan
entre sí, queriendo ocultar esos sueños en los rincones más íntimos. Como si
también tuvieran alma y alas para volar en busca del refugio que, los mortales
buscamos para no ser vistos y vivir en paz consigo mismo. Y poder ver las hojas
muertas caer sin piedad en las gélidas tardes de nuestros otoños, como una
sentencia que se repite cada año, para recordarnos nuestra efímera existencia a
través de cada otoño que va pasando y atrás tantos gratos recuerdos van
dejando... Como en el monte las aves y en la campiña, sus nidos de amor, hasta
mejor ocasión, también van dejando...
Celestino González Herreros
http://www.celestinogh.blogspot.com
celestinogh@teleline.es
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