FELIZ REENCUENTRO CON EL PASADO PORTUENSE
En
la calle coincidí con una antigua amiga, que por cierto, tardó en reconocerme,
pero al final, después de un tortuoso rodeo, calló en la cuenta de que era yo,
aquel viejo amigo desde hace tantos años. Hablábamos sólo de aquellos buenos
ratos, a pesar de las carencias y privaciones sufridas por tanta gente en
aquella época, pero éramos jóvenes.
¿Te
acuerdas Tino –así me llamaban- lo hermoso que era todo? La Plaza del Charco era el
lugar donde todos íbamos a gastar nuestras energías físicas y también las
emocionales. El Puerto de la Cruz
podía presumir de tener ese solar público y su mágico entorno, donde los chicos
correteaban con sus juegos en todas las direcciones. Las parejitas enamoraban
discretamente y los solitarios deambulaban y de soslayo miraban, deleitándose
viendo verdaderas bellezas por doquiera, paseando al socaire de las palmeras y
Laureles de la India
o rondando la pila del centro que como un santuario da cobijo a la tradicional
ñamera que tan deliciosamente la adorna durante largos años. Adolescentes de
todas las edades, sexo y condición social venían desde los barrios adyacentes,
allí concurrían y practicaban, los más pequeños, toda clase de juegos sanos y
tradicionales. Y los viejos sentados en sendos bancos de piedra y otros de
madera, con la mirada medio ausente, evocaban... Allí había recuerdos
imborrables de sus mejores años y en nuestra juventud veían reflejadas sus
lejanas vivencias, aquellas fuerzas perdidas…
Cuando
más entusiasmados estábamos, se nos unió otra de aquellas criaturas, también
protagonista de aquellos irrepetibles acontecimientos. Entonces salió el tema
de las Fiestas de Los Carnavales. ¡“Pa” que fue aquello! Claro, antes había más respeto, éramos más inocentes y
educados -decían- podíamos salir solas y nadie se metía a molestarnos. Antes
existía un elevado concepto de la honorabilidad familiar y sus principios, no
hay que ponerlo en duda, éramos más conservadores.
Muchas
vueltas dimos en la Plaza
del Charco. Cuando nos cansábamos de ver siempre las mismas caras, íbamos luego
en dirección contraria. Había una hora concertada para salir de casa y otra
para entrar. Las tareas de la
Escuela se hacían primero, luego la merienda y a la calle.
Parejas apasionadas disimulaban el ardor de ese gran amor, dándose golpecitos
de codos y en la mirada dejaban entrever el enorme deseo que les abrasaba.
Corríamos, cuando caía la lluvia, para protegernos bajo cualquier balcón o en
el oscuro portal de las hermosas casonas, o bajo cualquier árbol de la misma
Plaza, contentos al poder juntar nuestros cuerpos un poco más y decirnos sin
reparo alguno el amor que sentíamos mutuamente. ¡Ay, cuando se iba la luz del
pueblo!, dábamos gracias al cielo por no enviárnosla; y los truenos y hasta el
viento que nos acariciaba, era un incentivo más. Esas gratas aventuras cargadas
del más sano sentimiento y la más pura inocencia, nos brindaba entonces la
vida. ¡Dichosa juventud que se va para nunca más volver!.. Cuando somos jóvenes
no nos percatamos de su valor, que lo que cuentan son los segundos de la vida,
creemos que eso no se acabará nunca, que somos interminables... Pero la verdad
es bien distinta. Cuando se es joven no se piensa en esas cosas, somos
eminentemente golosos, no queremos dejar algo para el mañana. Ni nos
preocupábamos, era mejor.
Celestino
González Herreros
celestinogh@teleline.es
No hay comentarios:
Publicar un comentario