Aún
en estos momentos no tengo sosiego, me turba enormemente la idea de haber
perdido para siempre al amigo Pepe Lechado. La triste noticia de su apresurado
óbito me produjo un impacto tremendo. No podía creerlo y fue su desconsolada
viuda quien me dio la dolorosa noticia, en el garaje comunitario donde
guardamos los coches. Vivimos en el mismo edificio hace más de treinta años y
todos los días nos tropezábamos frente al ascensor y con sana alegría nos saludábamos
al encontrarnos. Era muy simpático y ocurrente y llovían las bromas juntas con
su familia, contentas de estar todos bien. Luego cada uno para su casa y
siempre buenos amigos.
Si
quieren que les diga más verdad, hasta ayer, después de tantos días, he estado
huyendo de su familia para no sufrir más al encontrarnos. Y así fue, no pude
contenerme y casi me ahogo de angustia. Estábamos todos menos Pepe y mis
pupilas intuitivamente lo buscaron, presentía que estaba allí y hasta me
pareció oír su reposada voz, siempre bromeando…
A
veces los golpes que recibimos de la vida suelen ser muy duros y desgarradores.
Qué poca cosa nos sentimos, qué impotentes al no poder evitarlo y tener que
resignarnos ante el destino y la misma evidencia, cuando se nos va un amigo o
un ser muy querido. Absolutamente nada podemos hacer para evitar esos fatídicos trances luctuosos. Y triste
es, también, no hallar las palabras apropiadas para consolar a sus dolidos
familiares y demás amigos. Será que me estoy haciendo demasiado viejo, pero
estos momentos me afectan considerablemente.
Cuando
salgo del ascensor al salir de casa, siempre pienso si estará abajo esperando
para subir con su familia a la que tanto quería; siempre fue un modelo de
esposo, padre y abuelo, para los cuales sólo vivía.
Los
primeros días, después de su defunción, casi no he podido conciliar el sueño,
no le aparto del pensamiento. Una persona tan fuerte y sana, tan serio y
responsable, no se puede ignorar fácilmente. Nos gustaba hablar de perras de
vino y nos transmitíamos los lugares donde estaba el mejor. Le gustaba mucho
salir con su familia y luego, para desconsolarme, me lo contaba. Sin embargo
sabía hasta donde llegaba dada su responsabilidad. Era un amigo de verdad y en
realidad tengo muchos motivos para echarle tanto de menos; y me imagino cuanto
dolor debe estar sufriendo su familia y los buenos amigos que dejó y que
tuvieron la suerte de haberle tratado. Ahora sólo nos resta rogarle a Dios por
él, otra cosa no podemos hacer. Las palabras se las lleva el viento, las
lágrimas se secan, sólo los recuerdos quedan y no los borra nada ni nadie, irán
con nosotros cuando nos llegue la hora también. Rogar a Dios por el eterno
descanso de su alma; y para que les de consuelo a sus dolidos familiares.
Recordémosle siempre como una persona ejemplar y un amigo de verdad.
¡Descase
en paz su alma! ¡Y tengamos resignación
cristiana!
Celestino
González Herreros
celestinogh@teleline.es
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