Sin dejarme confundir, sin salirme de la realidad, aunque sí, un tanto influenciado por la atracción que me produce la seducción de lo bello, lo esencialmente hermoso y atractivo, me dejo llevar por extrañas sensaciones yendo yo al encuentro de su naciente, de la causa inspiradora… Me acerco a ella, tanto más, cuanto más me atrae. Y son las pequeñas cosas de la vida, parte de mí, las más hermosas y las que más ternura encierran y a donde voy primero. Mas, esta vez excepcional, como han habido otras tantas ocasiones, me atrapa y me atrae la grandeza que se me muestra con gratificante humildad y encanto.
Está ahí, ante mis ojos que no se cansan de verle
y admirarle. Por que Dios es la
Naturaleza y todo lo que ella nos muestra; y es hermoso,
igual que es ella. En esta ocasión me entrego plenamente extasiado a esa
fantástica contemplación, y camino “con pasos firmes”, sabiendo a donde voy e
ilusionado me adentro, identificándome desde el primer momento con nuestro
sentir canario y el amor que destila desde las cumbres hasta la orilla de
nuestras cálidas playas. Desde el viejo Teide hasta las profundas e inquietas
aguas de nuestro Atlántico, que nos acarician cuando llegan tranquilas
suavemente. O increpan con su furia amenazante, cuando se torna la mar bravía.
Desde aquel eco roto en el aire de las palabras
que en tiempos pasados pronunciaran nuestros queridos “guanches” cuando
cruzaban los barrancos de un lado al otro elevando el mensaje de amor y de paz,
que luego se quebró trepitosamente contra la nada, empujado por los inclementes
vientos cargados de ira, pujantes de codicia, devastadores y crueles. Aún así,
hoy se siguen oyendo ecos que de lejos nos llegan y nos traen el consuelo de
nuestra añosa identidad e incorrupta presencia en nuestro confuso, pero
esperanzador presente y posible futuro, en razón de nuestros principios y el
derecho que nos asiste, por el que vamos a luchar siempre.
Bajo el murmullo de la brisa, camino embelezado
lienzo adentro, hasta llegar al tranquilo y frondoso patio, común a cuatro
viejas y hermosas casonas del campo canario. Visto desde el frente y comenzando
por el primer plano, hay un relieve bellísimo, a la derecha e izquierda, donde
se inicia una media circunferencia, vemos dos casa, una frente a la otra, ambas
con sendos muros y anchos escalones de piedra. Puertas y ventanas de
pronunciadas dimensiones y sobre las primeras salen al exterior viejos balcones
canarios, hasta los que trepan exóticas buganvillas; para uno la de color lila,
la del frente entre azul y rosa. Sobre un muro, a su diestra y abajo, en la
orilla del patio, vemos tres enormes pantallas de abundantes geranios rojos,
contrastando con el blanco del enjalbegado de la casa. La de la izquierda, en
su esquina de arriba aparece un sendero luminoso, como un torrente de luz… Luego
giran en formación cerrada tres casona más de viejos tejados, igual que las del
primer plano, engalanadas con otras tantas buganvillas lilas y blancas y los
geranios todos rojos, acentuando la armonía y el atractivo de tan vivos
colores.
Con bello estilo, los pinceles del artista
diseñaron y conjugaron tantas sombras y la presente luz de uno y otro lado. La
hierba, caprichosamente, crece más a la sombra de las frondosas matas. Entre
las tres casas, en todo el frente, antes de llegar a las montañas, un muro alto
y ancho, con una guarnición de rústicas tejas marrón y negruscas por los años
que habrán pasado, se eleva a modo de protección. Se ve en el centro una amplia
puerta y se observa que las paredes son de piedras bastante anchas y tierra.
Pisando en silencio sobre los salientes de las lajas de piedras de canterías y
adoquines del pavimento, intento esa puerta trasponer para ver algo más allá,
en el imaginario traspatio, mientras oigo el canto único y alegre de los pájaro
canarios canarios que viven en libertad y en exóticas bandadas, libremente como
las brisas y el eco de sus cantos en nuestros verdes campos.
A dos lados distintos, uno el de la luz deliciosamente reflejada y en el otro, fresco
y suave que el lugar nos brinda y donde apercibo la paja seca del trigo y del
millo, las hojas secas y verdes al borde de una circular era, amontonadas…
Los tabobos y las alpíspas se escandalizan
cuando otean mi curiosa e inesperada presencia, levantan sus inquietos vuelos
hacia lugares seguros, lejos del hombre, debe ser por razones obvias de
supervivencia.
Otro muro con flores del campo sembradas en
longevos cacharros. Luego el típico porrón a la sombra colgado de un
improvisado gancho. Y la artesanal destiladera poblada de abundantes helechos y
culantrillos, como si quisieran ocultar el agua bajo sus sombras, dándole la
frescura habitual de las plantas nobles a su talla, boca abajo sobre un plato
la jarra, hecha también de barro.
Bajo el típico balcón ya de retorcidas y polvorientas maderas, casi en desuso, se evidencia un pasado de amor y labranza, donde trabajaron y también descansaron sus agotados cuerpos, los campesinos de aquel entrañable lugar que debió haber sido envidiable y placentero. Justo descanso del afanado labrador después de faenar, allá pasada la media tarde, en aquellos duros días.
Paredes enjalbegadas, otras con vivos colores
pintadas, acentuando su mística presencia en el presente, trasladado hoy a este
bello cuadro.
Un perro me sale al encuentro, abanicando su
mocha cola, se me acerca confiado y mimoso lamiendo mi temblorosa mano y en
tanto lamía aullaba contento al verme, que tanta soledad y belleza ya le
aburría y se sentía solo.
Dicha obra tiene dos metros de largo por ciento
diez centímetros de alto. En verdad, es hermoso, todo un poema, lleno de
luminosidad y estilo. Parece que en realidad se movieran las hojas, como si la
brisa soplara de vez en cuando, como si hubiera vida en esas gruesas paredes.
Por las noches, parece que emanaran aromas de flores
vivientes del campo. Colgado pende en una de las paredes blancas de zócalo
gris. Una enorme ventana a su derecha,
mirando hacia el este, le permite recibir la luz que invade la estancia que le
cobija -luz y sombras- por que el cortinaje a veces la apaga, dejando al cuadro
protegido, igual que la noche protege con su manso manto la exuberante belleza
de nuestra espléndida Naturaleza. Así viéndole, más a oscuras, la luz fulgida
de tan delicadas pinceladas, le sublima y le hace más atractivo, dándole a la
vez el encanto de lo irresistiblemente bello. Así mismo, pareciera una
excepcional visión… Algo siempre se mueve, como si un raudal de encendida luz
apareciera por la bocacalle más inmediata. Una luz misteriosa y le diera esa
acariciadora bonanza, que al tiempo que nos inspira sosiego, también nos
recuerda con suma tristeza la grandeza de nuestro pasado. Lo que me obliga a
pensar, el por qué son tan candorosos los sueños en las noche oscuras con
claros de Luna llena y por qué en el silencio afloran los recuerdos amados.
Y las sinuosas crestas ondulantes de las
cumbres, de las montañas del cercano fondo, del plano más distante; y detrás de
ellas El Teide, níveo blanco, destacando su inigualable y poética presencia que
abunda en belleza y se desborda con sus encantos ante nuestros ojos, como una
interminable caricia en la isla toda, desde las cumbres hasta la costa
atlántica, y que sigue proyectándose amoroso hacia las otras islas para
hermanarlas y poder “cuidarlas” desde lo más alto, desde las nubes y el azul
del cielo. Y ese aire que baja, las brisas que traen los aromas de las retamas
en flor, secas o heladas y de los brezales, según la Luna riele sobre las aguas de
nuestras playas. Se oye el murmullo musical del viento y del mar contra las
rocas negras chocando… Viento y agua y verdes montes de esos cuadros.
Aún veo, si camino por ese rincón canario,
musitando frases de admiración, la luz que viene previamente reflejada desde la
izquierda del lienzo. Luz de vida llena y donde termina el sendero, que va hasta
el florido patio, dejando en ese caudal artístico inmortalizada la fantasía onírica
que parece realidad, que no va a envejecer jamás. Luego, ahí se extiende
sinuosamente por el camino discreto que conduce al ancho recinto, y lo inunda
todo su resplandor, aunque sea en la noche, entre las cuatro paredes donde yo
habito.
El agua corre por las atarjeas dejando atrás el
silencio, mezclándose con la débil musiquilla que viene de las hojas secas que
se arrastran por el suelo, empujadas y maltratadas por el vientecillo fresco y despiadado
que a veces sopla.
Sobre una tosca mesa alcanzo a ver dos botellas
polvorientas y dos vasos lagrimosos y sucios. Una bota mugrienta en mitad del
camino y un sombrero de fieltro negro en estado deplorable agarrado a una de las
retorcidas ramas de un vetusto y espinoso rosal. Nada más, ya mis ojos no
alcanzan a ver más, sólo el cielo del mentado cuadro, que está con avidez
mirando hacia el pie del mismo, como queriendo saber de quién es la obra… Igual
que yo está emocionado, por que del lienzo del óleo se desprende ese olor tan
suave y peculiar, de sus bellas flores; ¡y sus colores dicen tanto! Que sin
poder evitarlo, uno tiene que preguntarse: ¿Quién creó tanta belleza? ¿Quién lo
ha firmado?
Celestino González Herreros
celestinogh@teleline.es
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