En los márgenes del polvoriento camino, abunda la
vegetación y las flores de muchos de los árboles, daban un toque poético al
paisaje. La irregular alineación de las montañas circundantes, definen a la
cordillera dorsal en un plano soberbio de belleza; y al otro lado, el mar
abierto que se pierde en el lejano horizonte, cuando se confunden,
extraordinariamente, en su diáfana distancia, con el azul limpio del cielo
produce una sensación evidente de paz y sosiego.
El sol al medio día, cae sobre el caserío, inclemente
y el aire se hace sofocante hasta en la propia sombra, aunque las suaves brisas
marinas, refrescan el ambiente con amagos intermitentes de espontáneos soplos
alisios; y ello complace, cuando llegan de súbito, sus suaves ráfagas. Eran los
meses más fuertes del año y, obviamente, conocidos por anteriores experiencias,
el equipaje había de ser ligero de peso. La vestimenta, lo más suelta y suave
posible.
Al llegar a un llamativo promontorio de una amplia
lomada que le era familiar, acercó el automóvil al andén del camino, en la
calzada. Paró el motor del desvencijado coche y abrió la puerta correspondiente
al lado del volante; parsimoniosamente descendió con la calma propia del
veterano, aunque tímido visitante, que, llega a ese lugar siempre callado,
donde sólo le delata la algarabía que protagonizan las aves del lugar, con sus
trinos, gorjeos y sus solemnes arrumacos amorosos, cuando canta la brisa a su
paso entre la sombría maleza, sobre su verde espesura... Realmente, imprime
cierto respeto ser capaz de romper tal encanto, sobrecogido; entre el murmullo
de las ramas abatidas por el aire, mezcla de silencio y caricias.
Ya, al borde del acantilado basáltico, la panorámica
sorprende, cual estampa inimitable de hermosura deleitante, viendo abajo las
playas de aguas tranquilas que reflejaban las distintas tonalidades de colores,
entre el verde marino y el azul turquesa, reflejado del nítido claror del cielo. En algunos puntos estratégicos de la
solitaria costa, aparecían generosos bajíos que alegraban más aún el celaje
costero, donde rompían las escasas olas y se desintegraban contra los peñascos
que sobresalían de la superficie marina, para morir lamiendo la negra arena de
las sedientas orillas. No puede ser más bello el lugar ni más saludable la
perspectiva que ofrecía, para disfrutar unas vacaciones envidiables. Como en
repetidas ocasiones, en ese lugar extraordinario, donde uno recupera las
energías perdidas por el constante e incesante esfuerzo sufrido en la cotidiana
lucha por subsistir en este mundo conflictivo y agitado.
Del coche sacó una botella de agua y acercándose
nuevamente al borde de la vía, bebió plácidamente; y sin poder evitar una leve
sonrisa, exclamó: ¡a ver si esta vez me
va igual, no necesariamente mejor que la vez anterior y encuentro caras
conocidas, sin preocuparme demasiado de alguna determinada! Consumir las horas
de alguna manera, en ese rincón paradisíaco y no llevarme malos recuerdos,
contrariamente de lo que ansío, sólo un poco de felicidad es todo lo que busco.
Alisando sus desordenados cabellos, con ademán
despreocupado, subió de nuevo a su vehículo, conduciéndolo pista adentro y
dejando atrás una estela de polvo infernal que impedía ver lo que había
recorrido. Como una concesión más al proyecto ilusionado de olvidar al pasado,
al menos mientras duren sus contados días de vacaciones. Despertó de sus
cavilaciones, al escuchar el ruido del motor de una minúscula avioneta
deportiva que pasó volando muy cerca de él, elevándose nuevamente; quien la
pilotaba sacó una mano saludándole y se alejó sin aminorar la velocidad, más
allá de donde alcanzaba a verle, lejos, muy lejos de allí. Mientras, él seguía
adelante, hasta llegar a una aldea de pescadores muy próxima a la playa más
exótica; aparcó debidamente y dirigió sus pasos, al salir presuroso del coche,
hacia una casa hecha de bahareque y techo hecho con ramas secas de los árboles
y hojas de palmas del entorno. El habitáculo estaba bien ambientado en su
interior, la temperatura era deliciosa y la atmósfera seca. Al verle llegar,
alguien se le acercó solícito, seguramente fuera el dueño, quien inquirió, qué
se le ofrecía. Si, cobijo, comida o la tranquilidad del lugar garantizada a lo
sumo. Llegaron a un acuerdo, dueño y cliente, como en años anteriores, a pesar
de las aseveraciones oportunas acerca del precio. Todo había encarecido,
respecto al año anterior.
Lo importante era descansar del largo viaje y comer
algo, antes de ir a dar un paseo por la playa.
Habían transcurrido dos horas, aproximadamente, cuando
se hallaba apoyado en un pequeño mostrador de madera, tomándose un café
tradicional, para despertar la somnolencia producida por el calor reinante, la
hora bochornosa de la tarde y la interrupción
del reparador sueño de la siesta. Eran las tres de la tarde, cuando
consultó su reloj. La tarde comenzaba, prácticamente y había que hacer planes.
Iría a pescar, cuando consiguiera la carnada necesaria, allá, donde le
esperaban los peces, cada año. Para ser repartidos, luego, entre los curiosos que
le observaban. Su optimismo era tal, que no concebía dedicarles su tiempo y no
capturar nada. Mientras esperaba a que la boya, que controlaba la tensión de
las plomadas y que estas no llegaran al fondo, si se moviera e indicara que
algo había picado; se mantenía firme en su propósito. Claro, que, a veces, su
mirada se perdía sobre la superficie de la mar ondulada por la suave brisa que
soplaba y a la vez acariciaba el sudoroso rostro del intrépido visitante. Sus
pensamientos volaban y se perdían en el confín de la distancia, para
encontrarse en el lugar de partida, donde estaban los suyos y sus escasas
pertenencias. Donde se desenvolvía cotidianamente, y se consumían los días de
su existencia. Su mente, progresivamente, se iba poblando de recuerdos del pasado,
de todo aquel “intervalo” y sus vivencias alejadas en el tiempo; aquellas
primeras experiencias que le marcaron y prometían ser tan duraderas, como lo
fuera la misma vida... Un fuerte tirón del sedal, le despertó bruscamente, y
viéndole tenso, lo recogió con maestría y tiento a la vez, hasta tener a buen
recaudo una hermosa pieza de admirable belleza; la primera de la tarde y con
ella, la emoción incontenible de sentirse capaz de competir con el más experto
de los pescadores.
Así transcurrió, buena parte del periodo dedicado a la
pesca, hasta que la carnaza fue consumiéndose y los peces multiplicándose.
Entre lance y lance, su calenturienta mente no cejaba de trabajar, se le volvía
a ir, ahora por otros derroteros, aunque siempre rozándole el corazón. Era un
hombre realmente sentimental, la vida no le perdonaba esa acusada virtud que le mantenía siempre
inmerso en sus más íntimos sentimientos.
Ahora, en su mente, vino aparecer las imágenes de la
madre y la linda abuelita, las cuales ocupaban un espacio muy importante en su memoria, que le inducían a sonreír y a
cambiar la mueca de su gesto, cuando aparecían las distintas secuencias en
emocionados estadios de contemplación.
Ambas, ya ausentes, hace algún tiempo,
le dejaron una profunda huella de dolor que difícilmente consigue disipar. ¡La
vida con ellas fue tan dulce!.. La ternura de una madre, cuando se nos va, no
puede ser sustituida nunca; es un afecto distinto, que nos obliga a conservar
el recuerdo de su adorable “estancia” vital, como un relicario en el corazón,
un sentimiento especial de amor y reconocimiento que nos acompañará siempre. A
veces pienso, que, hasta hacen de ángeles que cuidan de sus hijos, cada paso
que damos, y nos transmiten valor en momentos especiales, cuando en verdad les
necesitamos. Saben escucharnos cuando les llamamos para hacer de su compañía un
refugio amoroso. Los abuelos y el padre, representan la imagen del amigo
incondicional, el más sabio, el protector más sincero y comprensivo. Sabemos
entender el destino de los sentimientos y los causes que siguen, desde que
salen del corazón. Sabemos, no lo negamos, que el calor de una madre, además de
ser consolador y espiritual, es sumamente gratificante; y nos gusta que
nuestros vástagos, sean consecuentes con ellas, como lo fuimos nosotros con las
nuestras. Parecen sensiblerías lo que pienso, pero hay tiempo suficiente, para
los niños y jóvenes, para sopesar el contenido de mis pensamientos... Cuando
hayan pasado los años, hasta ese momento, habremos estado evocando tiernamente,
¡como los primeros días! la imagen y el
amor de ellas, lo que han sido o fueron para con nosotros. Todos, nos iremos
pronunciando sus amados nombres con vehemencia... Cuando así reflexionaba
mentalmente, nuevamente su conciencia fue turbada y despierta por un fuerte
tirón del sedal y la boya había desaparecido de su vista. Recogió con pericia y
otro más para el saco; entonces, ya comenzó a sentirse incómodo y decidió
abandonar la pesca y caminar un poco por la playa, también para liberarse del
tedio que sentía. Los primeros días de sus vacaciones, suelen ser así, los
vivimos con cierta inquietud y desasosiego, hasta que comenzamos a habituarnos
y hablar con las gentes.
En esta ocasión, pudo ver a viejos conocidos de
jornadas anteriores; y entre el cambio de impresiones, entre unos y otros,
acababan siempre, con una futura cita para jugar unas partidas con las cartas o
con el dominó y beber algunas copas. Promesas, que muchas de ellas, no se
cumplen porque surgen imprevistos inevitables o las intenciones se desvanecían
consecuentemente. Lo espontáneo era diferente, las cosas suceden porque si; los
momentos se disfrutan como vienen.
Ya de noche, el silencio lo envolvía todo. La luz
tenue de las farolas en la calle, daban la impresión desfavorable de un ambiente
de pobreza evidente, tal, que entristecía asomarse a ella.
Caminando por el paseo de palmaras típicas, deambuló
cabizbajo y meditabundo, hasta llegar al lugar obligado de encuentro. Desde
afuera, se oía el lamento de la gramola, cuya música sentimental empobrecía más
aún el salón, donde varias mesas, atestadas de jugadores y los inevitables
observadores, completaban la nutrida asistencia del sencillo local público.
Tras la barra, despachando a los asiduos clientes, sonreía el amable
dependiente, a la vez que le preguntaba, qué iba a tomar, antes de ubicarse
cómodamente, para disfrutar de la paz de
la noche. Sólo interrumpida por la música preferida de algún despechado
amoroso, que seguramente, satisfacía sus ansias, ocultando la pena que en
realidad le afligía y le pesaba como un fardo lleno de recuerdos, que,
inexorablemente, consigue arrastrar hasta el lugar. Buscando calmar a su
corazón herido, ahogando sus penas en el alcohol...
Celestino
González Herreros
celestinogh@telelie.es
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