La pendiente calle iba remontando con cansino paso, que le obligaba a detenerse repetidas veces para reponer fuerzas y tomar nuevos y profundos respiros sin desistir de la proeza de cubrir todo el camino ascendente que le llevaría a su destino. La abuela sabía que le esperaban al final del incómodo trayecto sus encantadores nietos al pie del portal. Que saldría primero a su encuentro el perro, amigo inseparable de la familia y cuyo olfato e intuición le decía que se acercaba la abuelita buena con sus golosinas como todos los domingos antes del medio día.
La mañana era algo fría, no tanto para la abuela que el camino la sofocaba y a sus años no todas hacen ese recorrido desde su casa, pasando la plaza del pueblo hasta el otro extremo del mismo por un pronunciado desnivel del terreno. Pero, la vieja era extraordinariamente optimista y enérgica, al menos eso parecía. Nunca se quejaba y se le veía feliz todo el tiempo. Adoraba a sus hijos y con ellos a sus nietos, también se dejaba querer y era muy prudente en sus decisiones familiares para evitar choques innecesarios.
Aún faltaba camino para llegar, aunque más benigno el que recorría ahora, cuando escuchó los ladridos del perro que corría en busca del encuentro. La señora se detuvo un instante mirando al frente y haciendo un gesto de admiración, limpió el sudor de su frente con el pañuelo que rodeara su sudoroso cuello y aprovechó para enjugar un par de lágrimas emocionadas que descolgaban irresistiblemente de sus cansados ojos. El animalito estaba poniendo el dedo en su llagado corazón. Hay cosas realmente, que llegan al alma y el amor de ese perrito la ponía en trance. ¡Qué ternura, qué bondad, qué consideración sienten siempre esos bichos por la persona amiga, y en el caso de la abuela, que sólo la ve una vez por semana entusiasmó al animal! Luego no se separa de sus pies, como si quisiera mitigar la soledad de ella, que se sintiera acompañada para verla contenta, ya que siempre estaba sola desde cuando enviudó. Mal día ese, la destrozó para siempre y le sumió en un vacío cruel del que sólo la sacaba las atenciones y los juegos del perro amigo y la alegría de sus nietos cuando le veían aparecer, medio despeinada por la brisa, sudorosa y sin poder ocultar su cansancio... Cuando llegaba sus hijos eran los últimos en recibirla y algunas veces adivinaba el fastidio que les producía y que no tenían la delicadeza de disimular. La vieja sufría con eso, tanto más al entender que mucho más no aguantaría, que las apariencias eran otra cosa. Cada vez que llegaba junto a sus nietos decía: - Hoy llegué, mañana no sé...-
-Abuela, abuelita, ¿hablamos del abuelo?, ¿cómo era el? Anda, cuéntanos...
Uno de los chiquillos inquirió: -Abuela, ¿yo me parezco a el? Dímelo, por favor...
La enigmática anciana se dio media vuelta y dijo: -Ya vengo, un momento...-
Se fue al otro lado de la casa y desahogó su oculto dolor en ese llanto callado que desgarra por dentro y siempre tratamos de ocultar. Se limpió las mejillas, suspiró desde muy adentro y dijo palabras que nadie escuchó, se las tragó todas o se las llevaron las brisas amigas de sus pensamientos a la gran reserva de sus acumulados recuerdos, en el solitario dominio de su vida compartida con el hombre bueno, amigo y amante, su esposo ya perdido... Luego apareció nuevamente al escenario de las contradicciones, a la realidad, frente a sus nietos que la esperaban en el portal, e insistieron: -Dinos abuela, ¿quién se parece más al abuelo?
Muchachitos, todos tenéis algo del abuelo y de la abuela también, y tú (dirigiéndose al cariñoso perro que la miraba atentamente moviendo graciosamente su cabecita y parpadeando nerviosamente) también te pareces a nosotros por tu leal afecto...
Después del almuerzo salieron de la casa en busca del sosiego que brinda el campo, que vinieron hallarlo bajo los frondosos castaños, eligiendo al que ofrecía más sombra para descansar un poco y hablar, como se hacía antiguamente después de comer "cuando no había televisión" y al margen del cacharreo de la cocina y todo eso. Indudablemente que la tarde se prestaba para celebrarlo todos juntos, pero alguien tenía que recoger todo y poner orden en el comedor y la cocina, por lo que faltaban los padres en la reunión que la abuela supo amenizar con sus relatos e historietas, de cuando era niña, con sus hermanos y los amiguitos del pueblo.
Una vez, -decía mirando al más pequeño con suma dulzura- tu tío se fue a la playa solito, tendría entonces unos diez años de edad. Le gustaba mucho jugar con la arena, hacía castillos, montañas y todos esos motivos con los cuales solíamos emplear las fantasías de la imaginación creadora de aquella infancia, para satisfacer nuestras inquietudes y aficiones. Estaba tan embebido en su actual obra, haciendo un puente con maderas, piedras y arena, que no advirtió mi presencia. Iba en su busca, no sea que comenzara a llover ya que el cielo se ensombreció repentinamente y se enfrió el aire, tanto, que ya hacía frío y no quería que agarrara un catarro y fuera a perder días de clase, ahora que las cosas marchaban tan bien. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando vimos, ya de regreso a casa, a pocos metros de distancia, a un anciano, muy viejo y harapiento, caído en el suelo y sin poder levantarse. Al vernos levantó su mano pidiendo ayuda y entre mi hermano y yo hicimos lo que humanamente pudimos para levantarle, pero fue inútil todo esfuerzo y optamos por correr en busca de auxilio, yendo donde calculamos que habría alguien y al poco rato ya estaba el viejo en pie, ayudado, claro está, por dos señores muy amables y que se ofrecieron gentilmente sin dudarlo un instante, como un deber humano y moral "ayudar a las personas mayores..."
Cuando llegamos a casa, henchidos de orgullo y satisfacción, lo comentamos a nuestra familia, hoy serían vuestros bisabuelos, y nos premiaron con un ardiente beso a cada uno, y las sonrisas más francas y generosas que jamás yo haya visto. Aquel gesto nuestro les agradó mucho y se comentó bastante en el pueblo, como un gesto heroico y como un ejemplo para que no olvidaran los muchachos de entonces y ojala "los de hoy" aprendieran la lección, tanto niños como adultos, lamentablemente tan deshumanizados una gran mayoría...
Celestino González Herreros
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