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Balanceándose en la ruinosa mecedora, el viejo dejaba transcurrir el tiempo sin importarle lo poco que le quedaba ya. Sólo se limitaba a mirar fijamente el estático suelo y la mueca de su fingida sonrisa se acentuaba considerablemente, por momentos. Cerraba los ojos y así permaneció hasta que entró en su solitario aposento su pequeña nieta, que iba a preguntarle si necesitaba algo; y ¡por favor!, que no estuviera tanto rato callado, que hablara con ella y le contara porqué estaba triste, que si le dolía algo…
Estoy bien, mi amor, –musitó el anciano- sólo pensaba en la abuela, en su cruel destino, ahora cuando tanta falta me hace; y si no fuera por ti, querida nietita, ¿qué sería de mí? Ven, acércate un poco más, ¿ves como me tiemblan las manos y lo arrugadas que están? Antes eran como las tuyas, la piel suave. Antes no temblaban. Recuerdo la primera vez que te tuve en mis brazos, recién nacida, entonces si temblaron, pero por momentos, preocupado por que pudieras salirte de ellas. Y te acariciaba… Mi piel era como la seda, no tan rugosa y las tuyas, tus diminutas manitas, como los suaves pétalos de las rosas… Por cierto, no dejes que le falte el agua a ver si los rosales de la abuela florecen esta nueva primavera y juntos se las llevamos al campo santo. Eran sus flores favoritas y ella las cuidaba con gran esmero, como lo haces tú siempre.
-Abuelo, y ahora, ¿porqué te has quedado en silencio, porqué no sigues hablando de la abuela? ¿Y esas lagrimitas?.. ¿A qué viene eso ahora?
-Niña, es que la hecho mucho de menos. ¡Ay! ¡Si supieras la falta que me hace su compañía! Oír su dulce voz me daba vida. Nos entendíamos muy bien, ello aunque riñéramos a veces. ¡Cosas de viejos!
-Bueno abuelo, no te me pongas triste. Me voy, pero vengo enseguida, voy a bajar el fuego de la cocina. Si supieras lo que vas a comer hoy, te vas a chupar los dedos.
-Vete, mi amor, vete y atiende tus otras obligaciones. Luego si, charlaremos un rato, cuando terminemos de comer y recojas todo.
El viejo quedó aún más pensativo, elevando repetidas veces su mirada hacia el techo de la habitación, clamando a Dios.
-Señor, cuando yo me haya ido, ¿qué será de esta criatura, va a sufrir mucho? Consuélale con tu amor infinito, cuida que no sea infeliz, cuida todos sus pasos… A ver si aguanto hasta que florezcan las rosas para llevarlas conmigo
El abuelo, mientras esperaba, quedó profundamente dormido, la mecedora dejó de moverse mientras descansaba. Empero, los duendes del placentero letargo le asaltaron y entraron en la onírica dimensión de las nebulosas sensaciones del sueño y entre tanto sonreía y alargaba sus cansados brazos, como quien espera abrazar con ellos una ilusión perdida y deseara retenerla para siempre consigo. Soñaba con ella, la abuela; y muy quedamente pronunciaba su nombre y sus lágrimas brotaban incontenibles y apretaba los brazos contra su pecho lastimosamente. El abuelo estaba soñando con ella, nuevamente, como cada día le sucediera.
-Y, viéndole así, la nieta deseaba que ese feliz sueño durara mucho tiempo más, sólo por verle y saberle tan distinto, tan animado y sonriente.
La niña cerró la puerta de la habitación y volvió hacia la cocina, también llorando, no podía contener la emoción del momento.
Así pasaron los días, no muchos más, hasta que llegó la primavera. Aquellas rosas estaban preciosas, nunca fueron así de hermosas.
Una vez llevaba una de las flores al abuelo para que se convenciera y se alegrase un poco, cuando se extrañó mucho al verle con los dos brazos caídos en ademán de renuncia, sentado aún en la mecedora y la cabeza inclinada hacia delante. Desesperada corrió a preguntarle qué le estaba ocurriendo y con lógico espanto y angustia comprobó que el abuelo estaba inerte, no respondía a estímulo alguno, estaba cadáver…
Celestino González Herreros
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