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Me gusta caminar en solitario por las calles de mi Puerto de la Cruz, a pesar de mis años y, a veces, me detengo en determinados lugares y vivo aquellos emotivos momentos de mi corta juventud. Al evocarlos, al volver, inevitablemente, al distante pasado, como si hubiera hallado una mágica dimensión en mi mente e intuyera cada feliz episodio vivido proyectado en la blanca pared de la imaginación y anduviera envuelto oníricamente en la calidez de los mismos. Aquellos acontecimientos que creyera fueran sólo míos…y que me pertenecieran, no se irían a refugiarse en el estático pasado de nuestros sueños. Empero esos recuerdos no los borra, no los destierra nadie, esos recuerdos y estos profundos pensamientos morirán con nosotros cuando nos hayamos ido.
Si, todo ha sido como un espléndido reflejo de tantas vivencias inolvidables, cuando siendo joven, en esos amados rincones siempre descubría motivaciones distintas.
Cada rincón de nuestra ciudad nos dice algo irrenunciable de aquel pasado; y sin abdicar a tantos impulsos, nos detenemos, aún hoy, como si ante una tela mágica simuladamente nos detuviéramos para adorar aquellas sensibles querencias que nos legaba la vida. Y que contemplamos a través de la sana evocación, cuando aún podemos recrearnos y asistir a ellas.
No son iguales las fuerzas, los años no pasan sin dejar huellas, secuelas; lesionan, y las cicatrices que quedan nos delatan considerablemente, a veces, hasta parecen marcas imborrables que no cicatrizaron debidamente. Nos hacen más viejos, al menos si, que lo parecemos y sólo hay una prueba que diga lo contrario, cuando sentimos aún deseos de amar, de volver a ilusionarnos y caminar como ayer, por nuestras calles, acariciando con la mirada todos los encantos que nuestra ciudad nos ofrece; y entre nuestras gentes caminando, volvernos a sentir partícipes de tanta armonía y de sus bellas estampas panorámicas. Sintiendo el suave y plácido contacto de nuestro aire atlántico, nuestras suaves brisas y el murmullo de tantas voces amigas que se oyen como el canto, no siempre tristes, de nuestros placenteros sueños. Aquellas voces amigas que se apagaron para siempre, también las escuchamos en nuestros letargos. ¡Y dicen tanto!...
¡AY! Puerto de la Cruz querido, aunque alguna vez, definitivamente mueras, siempre estaremos juntos.
No es justo que los hombres olvidemos, alguna vez, aquellos viejos recovecos, discretos escondites… Ellos son fieles escenarios donde fueron escritas tantas páginas inolvidables de la modesta historia de cada uno de nosotros, donde quedarán impresas para siempre, los recuerdos más hermosos, el silencio de tantas ilusiones o agravios de nuestras vidas y donde aún de la tinta empleada aún quedan huellas en el suelo, que si algunas ya se han borrado, los que conservamos en nuestra mente aquellas vivencias, dicen eso y mucho más de aquel viejo Puerto de la Cruz.
Una vez vi. nacer una flor silvestre entre los exuberantes hierbales de otro amado rincón portuense, y cada día pasaba a verle, ella parecía como si me hablara, pero nunca entendí su lenguaje, sólo sí, le vi cada día más bella y hermosa; y no comprendía por qué no envejecía… Siempre lucía sus desbordantes encantos, en tanto yo me sentía cada vez más viejo. Ella me sonreía al verme pasar y con su gesto mitigaba mi pena, ser viejo habiendo flores tan bellas y que no fenecen es, sinceramente, que todo en la vida, por imperativos legales, no envejece, ni muere prematuramente.
Celestino González Herreros
http://www.celestinogh.blogspot.com
celestinogh@teleline.es
Si, todo ha sido como un espléndido reflejo de tantas vivencias inolvidables, cuando siendo joven, en esos amados rincones siempre descubría motivaciones distintas.
Cada rincón de nuestra ciudad nos dice algo irrenunciable de aquel pasado; y sin abdicar a tantos impulsos, nos detenemos, aún hoy, como si ante una tela mágica simuladamente nos detuviéramos para adorar aquellas sensibles querencias que nos legaba la vida. Y que contemplamos a través de la sana evocación, cuando aún podemos recrearnos y asistir a ellas.
No son iguales las fuerzas, los años no pasan sin dejar huellas, secuelas; lesionan, y las cicatrices que quedan nos delatan considerablemente, a veces, hasta parecen marcas imborrables que no cicatrizaron debidamente. Nos hacen más viejos, al menos si, que lo parecemos y sólo hay una prueba que diga lo contrario, cuando sentimos aún deseos de amar, de volver a ilusionarnos y caminar como ayer, por nuestras calles, acariciando con la mirada todos los encantos que nuestra ciudad nos ofrece; y entre nuestras gentes caminando, volvernos a sentir partícipes de tanta armonía y de sus bellas estampas panorámicas. Sintiendo el suave y plácido contacto de nuestro aire atlántico, nuestras suaves brisas y el murmullo de tantas voces amigas que se oyen como el canto, no siempre tristes, de nuestros placenteros sueños. Aquellas voces amigas que se apagaron para siempre, también las escuchamos en nuestros letargos. ¡Y dicen tanto!...
¡AY! Puerto de la Cruz querido, aunque alguna vez, definitivamente mueras, siempre estaremos juntos.
No es justo que los hombres olvidemos, alguna vez, aquellos viejos recovecos, discretos escondites… Ellos son fieles escenarios donde fueron escritas tantas páginas inolvidables de la modesta historia de cada uno de nosotros, donde quedarán impresas para siempre, los recuerdos más hermosos, el silencio de tantas ilusiones o agravios de nuestras vidas y donde aún de la tinta empleada aún quedan huellas en el suelo, que si algunas ya se han borrado, los que conservamos en nuestra mente aquellas vivencias, dicen eso y mucho más de aquel viejo Puerto de la Cruz.
Una vez vi. nacer una flor silvestre entre los exuberantes hierbales de otro amado rincón portuense, y cada día pasaba a verle, ella parecía como si me hablara, pero nunca entendí su lenguaje, sólo sí, le vi cada día más bella y hermosa; y no comprendía por qué no envejecía… Siempre lucía sus desbordantes encantos, en tanto yo me sentía cada vez más viejo. Ella me sonreía al verme pasar y con su gesto mitigaba mi pena, ser viejo habiendo flores tan bellas y que no fenecen es, sinceramente, que todo en la vida, por imperativos legales, no envejece, ni muere prematuramente.
Celestino González Herreros
http://www.celestinogh.blogspot.com
celestinogh@teleline.es
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