18/4/12

RAICES DE AMOR PROFUNDAS

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La buena compañía disipa la aflicción de ánimo, el doloroso estado de ansiedad, cuando la soledad nos deprime, disminuyendo así gran parte de nuestra actividad física cuando abatidos y desalentados nos refugiamos en el silencio que podamos hallar… Atendiendo a estos principios o conceptos, como un deseo vocacional tuve ocasión de ayudar como Dios me permitiera, a un viejo amigo, en un lugar muy lejano, allende los mares. Solía ir a refugiarse en el Parque Los Caobos de la bella ciudad de Caracas, al socaire de una frondosa Ceiba, donde pasaba las horas en silencio y sin apartar la vista del suelo. Con la mirada ausente y sin pronunciar palabra alguna.

A veces yo solía ir por ese lindo lugar, sobre todo los domingos y me encontraba con algunos paisanos. Acostumbraba ir para relajarme un poco y reparar energías perdidas viendo a las gentes acompañados de sus amigos, familiares, novios, viejos con sus nietos. En fin, la vida misma transcurriendo, evolucionando en el marco familiar de la comprensión y la armonía. Y al verle siempre solo me acerqué a él un día buscando cualquier pretexto y le hice dos o tres preguntas a las que respondió amablemente, y así un par ve veces más tuve la ocasión de acompañarle, entonces más relajadamente, sin el apuro aquel de que si podría importunarle. Al contrario, agradeció mi compañía. A veces llegué a temer por su salud y que pudiera cometer alguna imprudencia. Mas, sin esperarlo llegó a confesarme la verdadera causa de su estado depresivo.

-Amigo, no puedo decir todo lo que siento, ni quién es ella, ni lo que estoy sufriendo cuando la recuerdo, cuando mi corazón rezonga y se retuerce dentro de mi pecho. Cuando le llamo y no viene cuando me parece oír sus pasos… Cuando oigo voces que se acercan a mí, voces frenéticas y a la vez ilegibles. Son como lamentos que en su agónico andar van apagándose en el triste camino de mi profunda soledad. ¡Ay, si pudiera decir cuánto siento! Pero no debo hacerlo, no es bueno, ni para ella ni para mí, mejor es que sigamos sufriendo, callando este amor prohibido.

Lo supe el día que le vi. por primera vez. Era tan sutil, apenas pude verle sonreír. Recuerdo que me acerqué a ella y le dije algo así como que me estaba cautivando; y ella nada me dijo, sólo dio media vuelta y se fue de donde estaba. Y bajo la tenue luz de aquel viejo farol quedé como petrificado, inconsolable, solo, como me hallo en estos instantes, sólo pensando en ella.-

Otras veces no quería hablar de ella, decía que era un sacrilegio mover la pesada losa que la tapiaba, profanando aquellos recuerdos… Sólo podía llamarla y en silencio beber sus lágrimas. Ella se había ido para siempre, no me dejó ni una caricia suya, ni un adiós postrero…

A veces oigo su risa y sus pasos como si quisieran consolarme, estar un rato a mi lado, en silencio, sin pronunciar la palabra amor…


Celestino González Herreros

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