Es difícil escribir sin poder evitar el contagiar el dolor que uno lleve dentro del alma después de sufrir lo insufrible, el fallecimiento de un ser muy querido, una adorada y adorable persona. Lo que a veces compensa saberla entregada al Cielo con la ilusión de que en el Reino Divino halle la felicidad completa que esa paz nos prodiga.
En estas circunstancias por más que uno quiera concentrarse, la mente y el corazón se buscan y con la imaginación y la nostalgia, huimos de nosotros mismos siguiendo la huella que dejara la estela de su partida queriendo alcanzarla… ¡Cómo remontamos, a veces, ese inmenso espacio que nos está reservada en tan dramáticas circunstancias! Cuando creemos estar cerca de ella se nos nubla la distancia, pero el gozo queda en nuestro espíritu, intuyendo su pronta proximidad cuando algún día sea distinto y el vuelo sea fructífero cuando nos llegue a cada uno el momento que podamos compartir, todos juntos, el rico maná celestial y jamás podamos separarnos.
¡Estos últimos días he reflexionado tanto! ¡Último día de
Mas, siempre no tenemos la suficiente capacidad intelectual de saber su verdadero sentido. Morir es como un sueño profundo de la materia, del mismo cuerpo. Como un descanso eterno y una vida nueva que comienza súbitamente, cuando dejamos nuestros queridos despojos materiales para trasformarnos en ángeles del Cielo y poder levantar el vuelo celestial al compás y el cándido arrullo de nuestras sentidas oraciones… Ese es el solemne transito de nuestra vida cuando nos llega la hora de partir.
Señor, perdónanos, no nos dejes en la duda, sigue dándonos constancia y fe de cuanto acontece en nuestra vida es gracia divina, voluntad expresa de hacedor que nos brinda ese divino transido hacia la eternidad, junto con nuestros seres queridos, junto a los amigos perdidos en este confuso mundo, tan bello y lleno de tantas mediocridades que solo hace menos grata nuestro corta permanencia y nuestras relaciones humanas.
Celestino González Herreros
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