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La vida es como un espejo inmenso, donde nos vemos tal y como aparentamos ser. Si sonreímos simulamos ser felices, aunque interiormente sintiéramos como un puñal que nos estuviera desgarrando… Hacemos muecas diferentes, como el payaso, y la verdad está oculta donde se fraguan los sentimientos, donde aletea el sufrimiento y se ahoga la ilusión, ó lo contrario, donde la supuesta felicidad grita como un Hércules en la montaña para que todos le oigan.
La auténtica felicidad nos viene. No nace en nosotros, se cree que sí, y se eleva, a veces, como el águila hacia las profundas oquedades del aislado acantilado de los sueños, donde nadie llegue a turbar su paz.
Todo cuanto a nuestro alrededor se mueve, en el cristal de los reflejos, es ajeno a nosotros mismos, es otra cosa y llamémosle como sea. ¿Acaso, algunas veces, no hemos escuchado reproches de la imagen nuestra proyectada, desde ese limitado espacio? Figuras que han llegado a turbarnos y hasta hemos sentido lástima y vergüenza de nosotros mismos Y hemos exclamado frases de asombro y contrariedad. Teníamos que vernos en un espejo para entenderlo. ¡Que los años no pasan en balde y dejan huellas irreparables!
Pero si yo me siento tan bien, desde mis adentros. Si yo no tengo penas ni sufrimientos, ni le temo a la muerte. Si a mí nada me falta, lo tengo todo…
Mentiras, mentiras y más mentiras. Nada de lo que decimos con la boca llena, nada es verdad. La verdadera felicidad es tímida y muy reservada. Cabe en una mirada, simplemente eso, en una mirada. Y se delata, sí, pero muy discretamente, sin gesticulaciones frívolas, con recelos y ternura, mucha ternura. Y eso es muy difícil verlo en el espejo de la vida, habría que romper esa lámina y buscar adentro, apartando los trozos esparcidos, y buscar la imagen físicamente real en la persona. A través de la figura de sus gestos sondeables y sus limpias miradas, hasta hallar la verdad.
Recuerdo de mi infancia, a un señor anciano –que tenía nombre propio y su apodo también- pero que por respeto a su intimidad –hoy, en su memoria, lo omitiré y además, por razones obvias. A pesar de su estado deplorable, andrajoso y hasta mal oliente, poderosamente me llamaba la atención algunos de sus rasgos personales y su misma conducta. Había algo extraño en su mirada, tal vez dejaba entrever un halo de bondad… Siempre que pasaba por su lado, él esquivaba mi mirada, temiendo que le viera de cerca y si respondía a mi saludo, siempre lo hacía mirando fijamente al suelo. Alguna vez preguntaba por gentes que yo no conocía. No entendía nada, sólo intuía que en esa persona se ocultaba algo. Entonces yo era sólo un muchacho, ¿y qué iba a entender?
Así fue pasando el tiempo, cada día nuevas impresiones y con la avidez de la edad, buscando razones nuevas, distintas motivaciones para entender mejor, qué era la vida y hacia dónde íbamos siguiendo nuestros pasos.
Un día de invierno, de aquellos inviernos crudos que no paraba de llover, ya entrada la noche, cuando regresaba a casa, me llamó la atención un ruido que venía de la oscuridad. Una tos profunda cuyos accesos llegaron alarmarme. Me acerqué y vi. un bulto al pie y entrada de un portal, algo que se movía. Era él.
-Pero, hombre, está usted empapado de agua, se va a enfermar-
Déjame, muchacho -susurró en voz baja. Sigue tu camino. Yo no te he llamado. Sigue tu camino, anda -balbuceó con voz temblorosa-
Ah, no, imposible, tenemos que hacer algo. Mire, allí debajo puede guarecerse y estará mejor. Yo vengo enseguida. ¿Comió algo?, le inquirí. Espéreme.
Lo comenté en la casa de mis padres y no faltó qué me dieran, hasta comida le llevé. Le dije que viniera hasta el zaguán de casa, que estaba cerca. Pero no, no quiso. Sólo me dio las gracias… No recuerdo qué más me dijo. Si, que me fuera, que estaba lloviendo mucho. Algo así fue lo que le entendí, apenas tenía aliento. ¡Gracias!, me repitió varias veces.
Con el tiempo nos hicimos amigos. No tenía a nadie. Vivía en la indigencia, solo, botado por las calles y las plazas públicas. A veces me paraba a charlar con él, bien en la esquina de alguna calle o nos sentábamos en un banco de la Plaza de la Iglesia. Le escuchaba atentamente cuando hablaba. Ahora que recuerdo, un día estábamos charlando y vi. cómo le subía una cucaracha por su roído pantalón y no se enteraba. Yo, con frecuencia iba a la casa de mis padres y luego regresaba a su lado con algo de comer, se lo dejaba y me retiraba para que no se sintiera incómodo.
A tal punto llegó nuestra amistad, que le decía a mis padres, cada vez que llegaba la Navidad, que si él no comía lo que hubiera para nosotros, no me sentaría en la mesa a celebrar la Gran Noche.
Por esas mismas fechas, un afortunado día conseguí que se bañara, dijo que fue en la playa- y le rogué que todos los andrajos los hiciera desaparecer y se pusiera una ropa que le busqué, bastante aceptable. Ese día lo llevé a casa, previo consentimiento de mis padres.
El quería comer solo y optamos por que se quedara en la cocina, ya que era muy espaciosa. Pero tampoco quiso, se quedaría sentado en la escalera de cemento del traspatio, que conducía a la azotea. Y allí se tomó un par de vasos de buen vino, sopa “calentita” de gallina y todo lo demás. Hasta los colores le salieron. Yo rebosaba de felicidad, viéndole…
Pasó aún más tiempo y uno estaba ocupado con los estudios, luego los amigos y los juegos. En fin, las cosas se iban complicando, sucediéndose alternativamente y el destino de cada cual marcaba sus sendas obligadas que divergían; cada uno por su lado. Me fui a Venezuela y al poco tiempo supe que había muerto. Creo que ha sido uno de los mejores amigos que tuve, del que recibí tan buenos consejos e incentivos… Que no pocas veces me he acordado de él. Me enseñó, entre otras cosas valiosas, amar la vida en su profundidad. Aprendí a descubrir la bondad a través de una mirada y la grandeza de los seres humanos, en su propia soledad. Que el echo de ser pobre “indigente”, aunque no sea una virtud, es una fortuna, a veces, que no la iguala todo el oro del mundo. Y que es capaz de generar sensaciones enigmáticas –como la estrella alumbra el sombrío camino- que nos lleve a entender extraños poderes o misterios ocultos, respecto al hombre y su conducta ante los demás.
Cuánto me gustaría encontrarme otro amigo igual a aquel viejito que se ocultaba en su propia soledad para pasar desapercibido, que nadie le tuviera en cuenta. Ya no los hay o es que no los hallo en mi lóbrego camino. Tengo ganas de hablar con alguno de ellos, ahora que no soy tan joven. Tendríamos mucho de qué hablar. Caminaríamos juntos hasta el final del ilusionado camino, sin mirar hacia atrás. Despertando dulces y gratos recuerdos y corrigiendo errores de tiempos pasados, entonando un himno de libertad y abriendo nuevos senderos. Descubriendo sentimientos ahogados que yacen ocultos en sus umbrías guaridas, sepultados en el silencio injusto del abandono.
Un amigo. Un viejo amigo que me acompañe para no ir tan solo y que me recuerde que debo volver aunque no lo deseara, otra vez al mundo de las razones, el mundo de las leyendas y obligaciones, al mismo destierro de la vida… A las leyes y castigos. Al mundo del odio y la traición. A este mundo desordenado que agoniza frente a la ironía de los hombres que no le respetan.
Si ese viejo volviera no se iba a sentir solo, iba a encontrar a un amigo que le conoce de antes, cuando las personas eran sensibles, cuando hubo aquel incalculable respeto y amor, aquel caudal humano de conmiseración y solidaridad que nos distinguía.
Pero no hay nadie… Todo es una quimérica ilusión, parece mentira. Es el espejo de la vida, el que no pudimos trasponer. Detrás quedaron los sueños truncados, las promesas incumplidas y los desengaños. Y ya no tengo fuerzas para romper ese enorme y aburrido panel.
Celestino González Herreros
http://www.celestinogh.blogspot.com
celestinogh@teleline.es
La auténtica felicidad nos viene. No nace en nosotros, se cree que sí, y se eleva, a veces, como el águila hacia las profundas oquedades del aislado acantilado de los sueños, donde nadie llegue a turbar su paz.
Todo cuanto a nuestro alrededor se mueve, en el cristal de los reflejos, es ajeno a nosotros mismos, es otra cosa y llamémosle como sea. ¿Acaso, algunas veces, no hemos escuchado reproches de la imagen nuestra proyectada, desde ese limitado espacio? Figuras que han llegado a turbarnos y hasta hemos sentido lástima y vergüenza de nosotros mismos Y hemos exclamado frases de asombro y contrariedad. Teníamos que vernos en un espejo para entenderlo. ¡Que los años no pasan en balde y dejan huellas irreparables!
Pero si yo me siento tan bien, desde mis adentros. Si yo no tengo penas ni sufrimientos, ni le temo a la muerte. Si a mí nada me falta, lo tengo todo…
Mentiras, mentiras y más mentiras. Nada de lo que decimos con la boca llena, nada es verdad. La verdadera felicidad es tímida y muy reservada. Cabe en una mirada, simplemente eso, en una mirada. Y se delata, sí, pero muy discretamente, sin gesticulaciones frívolas, con recelos y ternura, mucha ternura. Y eso es muy difícil verlo en el espejo de la vida, habría que romper esa lámina y buscar adentro, apartando los trozos esparcidos, y buscar la imagen físicamente real en la persona. A través de la figura de sus gestos sondeables y sus limpias miradas, hasta hallar la verdad.
Recuerdo de mi infancia, a un señor anciano –que tenía nombre propio y su apodo también- pero que por respeto a su intimidad –hoy, en su memoria, lo omitiré y además, por razones obvias. A pesar de su estado deplorable, andrajoso y hasta mal oliente, poderosamente me llamaba la atención algunos de sus rasgos personales y su misma conducta. Había algo extraño en su mirada, tal vez dejaba entrever un halo de bondad… Siempre que pasaba por su lado, él esquivaba mi mirada, temiendo que le viera de cerca y si respondía a mi saludo, siempre lo hacía mirando fijamente al suelo. Alguna vez preguntaba por gentes que yo no conocía. No entendía nada, sólo intuía que en esa persona se ocultaba algo. Entonces yo era sólo un muchacho, ¿y qué iba a entender?
Así fue pasando el tiempo, cada día nuevas impresiones y con la avidez de la edad, buscando razones nuevas, distintas motivaciones para entender mejor, qué era la vida y hacia dónde íbamos siguiendo nuestros pasos.
Un día de invierno, de aquellos inviernos crudos que no paraba de llover, ya entrada la noche, cuando regresaba a casa, me llamó la atención un ruido que venía de la oscuridad. Una tos profunda cuyos accesos llegaron alarmarme. Me acerqué y vi. un bulto al pie y entrada de un portal, algo que se movía. Era él.
-Pero, hombre, está usted empapado de agua, se va a enfermar-
Déjame, muchacho -susurró en voz baja. Sigue tu camino. Yo no te he llamado. Sigue tu camino, anda -balbuceó con voz temblorosa-
Ah, no, imposible, tenemos que hacer algo. Mire, allí debajo puede guarecerse y estará mejor. Yo vengo enseguida. ¿Comió algo?, le inquirí. Espéreme.
Lo comenté en la casa de mis padres y no faltó qué me dieran, hasta comida le llevé. Le dije que viniera hasta el zaguán de casa, que estaba cerca. Pero no, no quiso. Sólo me dio las gracias… No recuerdo qué más me dijo. Si, que me fuera, que estaba lloviendo mucho. Algo así fue lo que le entendí, apenas tenía aliento. ¡Gracias!, me repitió varias veces.
Con el tiempo nos hicimos amigos. No tenía a nadie. Vivía en la indigencia, solo, botado por las calles y las plazas públicas. A veces me paraba a charlar con él, bien en la esquina de alguna calle o nos sentábamos en un banco de la Plaza de la Iglesia. Le escuchaba atentamente cuando hablaba. Ahora que recuerdo, un día estábamos charlando y vi. cómo le subía una cucaracha por su roído pantalón y no se enteraba. Yo, con frecuencia iba a la casa de mis padres y luego regresaba a su lado con algo de comer, se lo dejaba y me retiraba para que no se sintiera incómodo.
A tal punto llegó nuestra amistad, que le decía a mis padres, cada vez que llegaba la Navidad, que si él no comía lo que hubiera para nosotros, no me sentaría en la mesa a celebrar la Gran Noche.
Por esas mismas fechas, un afortunado día conseguí que se bañara, dijo que fue en la playa- y le rogué que todos los andrajos los hiciera desaparecer y se pusiera una ropa que le busqué, bastante aceptable. Ese día lo llevé a casa, previo consentimiento de mis padres.
El quería comer solo y optamos por que se quedara en la cocina, ya que era muy espaciosa. Pero tampoco quiso, se quedaría sentado en la escalera de cemento del traspatio, que conducía a la azotea. Y allí se tomó un par de vasos de buen vino, sopa “calentita” de gallina y todo lo demás. Hasta los colores le salieron. Yo rebosaba de felicidad, viéndole…
Pasó aún más tiempo y uno estaba ocupado con los estudios, luego los amigos y los juegos. En fin, las cosas se iban complicando, sucediéndose alternativamente y el destino de cada cual marcaba sus sendas obligadas que divergían; cada uno por su lado. Me fui a Venezuela y al poco tiempo supe que había muerto. Creo que ha sido uno de los mejores amigos que tuve, del que recibí tan buenos consejos e incentivos… Que no pocas veces me he acordado de él. Me enseñó, entre otras cosas valiosas, amar la vida en su profundidad. Aprendí a descubrir la bondad a través de una mirada y la grandeza de los seres humanos, en su propia soledad. Que el echo de ser pobre “indigente”, aunque no sea una virtud, es una fortuna, a veces, que no la iguala todo el oro del mundo. Y que es capaz de generar sensaciones enigmáticas –como la estrella alumbra el sombrío camino- que nos lleve a entender extraños poderes o misterios ocultos, respecto al hombre y su conducta ante los demás.
Cuánto me gustaría encontrarme otro amigo igual a aquel viejito que se ocultaba en su propia soledad para pasar desapercibido, que nadie le tuviera en cuenta. Ya no los hay o es que no los hallo en mi lóbrego camino. Tengo ganas de hablar con alguno de ellos, ahora que no soy tan joven. Tendríamos mucho de qué hablar. Caminaríamos juntos hasta el final del ilusionado camino, sin mirar hacia atrás. Despertando dulces y gratos recuerdos y corrigiendo errores de tiempos pasados, entonando un himno de libertad y abriendo nuevos senderos. Descubriendo sentimientos ahogados que yacen ocultos en sus umbrías guaridas, sepultados en el silencio injusto del abandono.
Un amigo. Un viejo amigo que me acompañe para no ir tan solo y que me recuerde que debo volver aunque no lo deseara, otra vez al mundo de las razones, el mundo de las leyendas y obligaciones, al mismo destierro de la vida… A las leyes y castigos. Al mundo del odio y la traición. A este mundo desordenado que agoniza frente a la ironía de los hombres que no le respetan.
Si ese viejo volviera no se iba a sentir solo, iba a encontrar a un amigo que le conoce de antes, cuando las personas eran sensibles, cuando hubo aquel incalculable respeto y amor, aquel caudal humano de conmiseración y solidaridad que nos distinguía.
Pero no hay nadie… Todo es una quimérica ilusión, parece mentira. Es el espejo de la vida, el que no pudimos trasponer. Detrás quedaron los sueños truncados, las promesas incumplidas y los desengaños. Y ya no tengo fuerzas para romper ese enorme y aburrido panel.
Celestino González Herreros
http://www.celestinogh.blogspot.com
celestinogh@teleline.es
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