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Apenas sin llegar la mañana, en plena madrugada, el abuelo era el primero en poner pie en tierra desde la cama. Sigilosamente, iba primero al baño y luego a la cocina, para hacer un poco de café. En lo que hervía, se acercaba a la terraza a cambiarles el agua a los pájaros y soplar la gaveta del alpiste. Ya con la tacita de café y dirigiéndose a la ventana, asomado miraba a la calle y se le iba la imaginación, a veces, buscando con los recuerdos, determinadas vivencias, distintos derroteros… En medio de tanto silencio, recordaba sus años mozos y caminar por esa misma calle, airoso, con la vitalidad de su juventud y la fantástica ilusión de querer alcanzarlo todo, con sólo desearlo. De hallar en la vida lo más hermoso y la mejor muchacha por compañera, eso por supuesto que sí; y llamar la atención por donde quiera que fuera.
Viendo pasar a las primeras personas en su ir y venir, adivinaba en ellas el sentimiento de libertad que estaban disfrutando y eso le entristecía, por que ya él no podía hacer lo mismo. Miró hacia atrás, de soslayo, por si alguien le estaba viendo, antes de secar las lágrimas que le caían. Y sacando un cigarro se puso a fumar, exhalando grandes bocanadas de humo que luego salían a raudales por la cristalera y pensaba que, si fuera tan ligero como el humo, también saldría en busca de la libertad, perdida con los años, ya viejo y sin saber qué hacer… Pensaba: qué hermoso sería correr por la playa chapoteando el agua de la orilla cuando sube juguetona la ola al romperse. Qué delicia cogerla con las manos y mojarse la cara acariciando la blanca espuma salobre. Y bajar por las veredas que circundaban al acantilado, cargando las frutas de las moreras para llevárselas a su amada. Qué ilusión entonces, encontrarse con ella, el fulgor de su mirada ya era su entrega y una sonrisa suya y sus pisadas sobre la arena cuando se le acercaba…
Lo había perdido todo, a veces ya ni recordaba y la vista se le apagaba. El viejo se lamentaba en silencio para que nadie le oyera, ya lo único que le quedara pertenecía a su pasado. Eso no le interesaba a nadie. Razón por la cual se levantaba tan temprano, para estar solo, con ese pesar y sentimiento suyo que con frecuencia le hacía llorar ante su impotencia y el dolor de no poder recordarlo todo como quisiera.
¡Ay, el abuelo está muy viejo, se siente tan solo! -decía el más pequeño de los nietos-
¡Qué pena siento por el abuelo! ¿Y porqué no querrá hablar con nosotros de sus cosas? Siempre está callado, mirando a través de la ventana, con el pañuelo en la mano.
Una tarde, sentado en el saloncito, en su vieja perezosa y mientras se balanceaba, fue llamando, uno a uno, a sus nietos que con él vivían.
-Siéntate ahí, acerca esa silla. Oye, ¿hace mucho frío hoy? ¿Será que estoy enfermo? Trae el retrato de tu abuela que está en mi mesa de noche y su abanico de dentro de la gavetita. No tardes. Mira, si ves que me lloran los ojos, en verdad no estoy llorando, es que tengo catarro. Tú me comprendes, ¿verdad? ¡Ay, nietito, qué feliz soy entre todos ustedes! Pero, ¿sabes?, me falta ella y no puedo conformarme. Mira, toma estas monedas, por favor, ve a la calle y cómprame unas flores… ¡Que estén bonitas! Y una vela… ¿A que no sabes que hoy es día de ella? No te acordabas, ni tú ni nadie. Es igual para ustedes, pero para mí… ¡Anda, vete y no tardes!
El abuelo se quedó solo en la estancia, con su arrugado pañuelo dándole brillo al portarretrato y colmándolo de besos mientras pronunciaba su nombre. ¡Ay, qué falta me haces y cómo se alarga el tiempo! ¿Cuándo estaremos juntos nuevamente?, es lo único que le pregunto al Cielo. ¡Cuándo!.. ¡Cuándo será!
Al otro nieto le pidió que le diera brillo, tanto a sus zapatos como a los de ella y su bolso. Que le quitara bien la tierrita. Que los pusiera cerca de su cama y que le sacara una camisa limpia, “que era día de ella” y había que celebrarlo.
Se fue a la terraza y, una a una, se ocupó en arreglar todas las macetas, regándolas posteriormente. Con nostalgia y mucha congoja, decía en voz baja: ¡Esta le gustaba tanto a ella y se está marchitando!, ¿qué podría hacer yo? También tiene sus años.
Y los hijos, ¿dónde están?, siempre ocupados. Y los otros nietos, ¿dónde está el pelirrojo? Que ya es un hombrezuelo, corriendo tras las chicas, “hombreando”, como su abuelo, cuando también era mozuelo y se las daba de conquistador. Las nietas, eso era otra cosa, ¡qué criaturas!, estudiando como locas, a ver si acaban…
Ya estaba todo listo. El retrato de la abuela con su ramo de preciosas rosas, con el cirio encendido junto al rosario y el abanico de nácar sobre la mesa de mármol. Pero faltaba el abuelo y fueron a buscarle hasta su habitación, donde yacía vestido sobre la cama, con el bolso de ella sobre el pecho fuertemente abrasado y una extraña sonrisa en sus labios dibujada y su cuerpo inmóvil.
Parecía estar contento.
¡Abuelo! ¡Abuelo!.. Y como no respondiera al tocarle, fue evidente la sorpresa al comprobar que había muerto y aún así parecía estar contento. Había partido en busca de la abuela, con sus mejores galas y le llevaba el viejo bolso y una sonrisa en sus marchitos labios, precisamente, el día de su santa.
Ahora se les recuerda a los dos juntos, como en los viejos tiempos, viéndose ambos con ilusionadas miradas, unidos por ese amor tan profundo. Ahora se les imagina más habladores, más contentos. Cuidando sus plantas. Y los pájaros no necesitarán de las rejas de sus jaulas, serán libres como ellos. Desde arriba verán crecer a los nietos, por que los abuelos siempre se preocupan como nadie de la suerte de los nietos. Los quieren fuertes y sanos, estudiosos y buenos hijos para con sus padres y hermanos, que se dejen llevar por ellos, para que se encausen bien en el torbellino de la vida y se casen y tengan hijos, luego nietos, para que conozcan el amor que los abuelos siempre guardan para sus adorados nietos.
Celestino González Herreros
http://www.celestinogh.blogspot.com
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