3/7/10

LA LEALTAD TIENE SÓLO UN PRECIO: SU RECONOCIMIENTO

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Mientras efusivamente me abrazaba, repitiendo una y otra vez en mis espaldas palmadas de júbilo, yo miraba a mi alrededor, expectante, pero sin malicia, cuanto se me ofrecía. Y contento sí, de hallar a un viejo amigo, inesperadamente… Como nos miraban los allí presentes, todos conocidos -al menos por mí- aunque guardaran las distancias y no entendía porqué. En aquellos lugares de habituales reuniones, digamos sociedades, solía ocurrir eso, aparte de la envidia que despierta, casi siempre, el que otros hayan viajado y visto mundo nuevo, que hayamos cruzado el charco valientemente, suele resentir bajas pasiones. Bueno, como dice el dicho: “Juntos si, pero no revueltos” Y de esa forma rompimos la situación, pudo haber sido equivocada, pero si molesta, producto de recelos insuperados a pesar de las evidencias. Es posible que, habiendo tantos caracteres iguales se hubieran encontrado en aquel lugar de ocio y al mismo tiempo. Niños de papás. ¿Casualidad? Lo cierto fue que nos despreocupamos e ignoramos a aquellos mequetrefes para hablar de nuestras mutuas experiencias, el amigo Pepe de su estancia en Brasil y yo de mi linda Venezuela. Cuánta facilidad para comentar sus vivencias.

Fuimos vecinos desde pequeños, de edad tiene un par de años más que yo y de profesión, fue un destacado comerciante. Recuerdo bien y desde entonces han nacido muchas Lunas. Le escribí una o más cartas desde aquí, con el sano y noble propósito de acompañarle en su lejanía, como queriendo darle ánimos, el calor de la amistad que no se interrumpe y hablarle de nuestras respectivas familias del Puerto de la Cruz y nuestros comunes amigos. Cartas que me hubiera gustado leerlas hoy, por los mensajes enternecedores de solidaridad, afecto e interés personal por su suerte, que las mismas contenían, a pesar de nuestras cortas edades.

Y ese día recordé cuando me envió desde Brasil una fotografía junto a su jefe y dueño de un gran supermercado donde él trabajaba. Si, entonces éramos unos muchachos, no hay más que ver las fotos. Todos aquellos momentos fueron maravillosos, al menos así nos lo parecían. A esa edad todo es como una aventura, desafiando cuantas inclemencias surgieran. Se piensa que así debe ser e insistimos en la lucha. Si no lo conseguimos en la primera, lo buscamos en la segunda y si tampoco así, vamos por la siguiente y con la misma perseverancia vivimos, sin abandonar los buenos propósitos. Era una lucha ansiosa, justificada sólo por los anhelos de algún día volver a reunirnos con nuestros seres queridos, que les habíamos dejado -momentáneamente- cuando salimos en busca de nuestro destino. A esa edad sólo se piensa en triunfar de alguna manera y al precio que sea. Nos esperaban todos con la ilusión alentadora de esa victoria; y es la razón porqué algunos tardan tanto tiempo en regresar; y muchísimas veces no aceptan el fracaso y se limitan a dar excusas y a no venir, tolerando sus tristes destinos con resignación. He ahí el tremendo drama de la emigración mal planificada por los respectivos Gobiernos y que degeneran en la peor de las suertes. Mas, de todas formas y visto desde mi óptica personal, siempre no están justificadas las dramáticas situaciones que estoy mencionando, por que cada instante de la vida es bueno para comenzar de nuevo. Esa es mi filosofía y la que trato de poner en práctica siempre que sea necesario. Y hasta ahora no me ha ido mal del todo. Cuando cometo un error, reparo en el y luego me censuro y repaso mi falta tratando de hacer las cosas mejor, buscando recursos nuevos y más aceptables.

Tuvimos que aprender a desenvolvernos en nuestra soledad y eso instruye enormemente, da un sentido tal de responsabilidad, que te ayuda luego a esquivar los golpes que vengan de uno u otro lado, con la soltura de que presumen los grandes veteranos y así escapábamos mejor… Hoy con los pasos acelerados de los años, no es que seamos muy diferentes, pero nuestros actos son más pausados, -se nos va el alma al Cielo- tras las cosas más próximas y más fáciles. Y ese encantamiento abunda también en la sutileza de las pequeñas cosas que irradian igual ternura y acercamiento. Es el preludio de una nueva sensibilidad que va a ser más intensa a medida que nos vayamos alejando de la impetuosidad de la atractiva juventud. Con acentuada frecuencia nos fijamos en aquellas a las que antes no les dábamos tanta importancia… También ahora podemos entender que nos estamos haciendo viejos y con todo ello, difícilmente queremos reconocerlo y menos aún admitirlo, pero es nuestro subconsciente quien nos lo recuerda, que los años pasan y no en balde, dejando huellas que no podemos ocultar por más que lo intentemos. Y la torpeza al ejecutar algunos gestos o movimientos, evidencia nuestras incapacidades, delatoras a priori. Buscamos otros senderos, desviándonos del cotidiano camino, nos apartamos un tanto de la vida agitada de los nuevos esquemas de la sociedad moderna.

Mi antiguo vecino me ha dado una gran satisfacción con su espontáneo saludo; me ha devuelto la confianza, en lo que a la amistad se refiere, ha despertado, sin haberlo sospechado, viejos recuerdos de la infancia y aquella juventud perdida. Me ha devuelto la memoria de tantos y buenos amigos, muchos de ellos ya desaparecidos, ¿y quién sabe dónde? Y otros, lamentablemente, fallecidos. Aquellos acontecimientos, algunos endiablados que al recordarlos ya no me escandalizan, cosas de muchachos decimos hoy, pero travesuras a fin de cuenta, que no trascendían más allá... Y tantos acontecimientos imperecederos de esas horas vividas al calor de la familia y de las buenas compañías. La vida es eso, un cúmulo de acontecimientos que van pasando al recuerdo: nuestro pasado lucha en el huidizo presente y el futuro… Es la incógnita de todos nuestros días -pasados y presentes- en el último tramo del largo camino.

Me detengo en la contemplación, emotiva desde luego, del recuerdo de aquellas mañanas domingueras, cuando éramos niños. Nuestras madres nos ponían guapitos y se recreaban en uno, dándonos esa abundancia incontenible de cariño -como sólo ellas saben dar-. Cuando salíamos de nuestra casa a la calle para ir a gozar la Misa de las once de la mañana y se asomaban para vernos salir, y nos decían en voz alta: ¡Vete derechito! ¡Cuidado con los charcos! ¡Saca las manos de los bolsillos! Etc. Etc. Todo ese montón de cosas que nos decían, eran sólo un pretexto excusable para llamar la atención y que se supiera que “eso que iba por ahí” era suyo, que no había nada más hermoso que esa criatura. ¡Amor de madre!
Y fuimos creciendo sin que ellas casi se dieran cuanta, para más tarde o más temprano, comenzar la verdadera lucha, el gran enigma de la vida. Cada cual con sus virtudes y defectos que había que ir corrigiendo. El que no hubiera nacido para estudiar o que careciera de recursos económicos para ello, aprendía lo elemental. No había razón para apartarlo o que se sintiera menospreciado por nadie. Hoy día sigue siendo igual o debiera serlo. Tengo amigos de entonces que no llegaron a leer y escribir bien y hoy son portentosos millonarios.

Está demostrado que para triunfar en la vida. Sólo hay que proponérselo, aunque recibas muchos palos, en insistir está el secreto que muchos no saben; y al final conformarse con lo que Dios nos haya permitido cosechar, sea mucho o sea poco, y saberlo administrar, conformarnos. Que no conseguimos todo aquello que habíamos soñado, bueno, algunas satisfacciones nos quedarán: Promesas que hemos podido cumplir; la entrega personal para responder a nuestras obligaciones… El honor, -también es muy importante- y la suerte que no han tenido todos, el poder ir por la vida con la frente bien alta.

Ese amigo me conoce, ya lo creo que sí, y ha sabido valorar mi sencillez y humildad, de la misma forma que yo, desde mi punto de vista, al saber entender aquel sentimiento de su amistad y las excelencias de su persona. Nunca dudé de su gran sensibilidad humana.

Cuantas veces me detenga a considerar el valor que tienen los recuerdos, me sirve de consuelo incalculable, para no dejar morir la ilusión de vivir. Ellos están ahí, señalando los caminos y marcando con sus imborrables huellas los pasos que hemos dado, siempre buscando lo que aún seguimos sin hallar, porque en la vida nada tiene principio ni fin. Y, sin embargo, coincidimos en que hay un ocaso común para todas las fuerzas que buscan una respuesta a sus exigencias más íntimas.

La razón de recurrir tan insistentemente a algunos de esos recuerdos -que no descansan- es por nuestro afán de revivirlos- ¿No será un síntoma de delirios?.. Buscamos el tiempo perdido llamando en silencio al pasado y a el reclamamos todas las cosas que aún creemos que nos pertenecen, espiritualidades que ya no son nuestras, que silenciaron para siempre el amoroso canto de sus voces.



Celestino González Herreros
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