AÑORANZAS DE NUESTRA PLAYA DE MARTIÁNEZ
No hace muchos días, en amena conversación con unos viejos amigos evocamos aquellas vivencias de nuestra juventud en
En otro orden de habilidades, nos preocupábamos de buscas la parte más fresca para la garrafa del vino, el porrón del agua, etc. Los abuelos iban con sus hijos y sus nietos. Naturalmente, cabíamos todos, los más jóvenes y los niños se acomodaban por fuera, si eran muchos, ya que íbamos y veníamos del baño o paseábamos de un lado a otro para saludar a los conocidos o a ver lo que más nos interesaba.
Cada familia llevaba lo imprescindible, los calderos, la loza necesaria, la comida, las cartas u otros juegos para entretenernos.
Largas siestas nos echábamos después de comer o íbamos a pasear por los alrededores. A veces, por las noches, dormíamos en la misma tienda, para no tener que buscar hueco al día siguiente.
Llevar un buen libro para leerlo era una delicia y no pocas veces llevé los libros del Colegio. ¡Qué paz aquella! Sólo se oía el suave ruido de las mareas al llegar a la orilla. Allí se mezclaban los deliciosos olores de las carnes y pescados cocinados, de las papas bonitas aún calientes y demás alimentos.
Las gentes comenzaban a recoger los peroles y demás utensilios a eso de las nueve de la noche, aproximadamente, y caminando o en coche, cargaban las telas, los palos, los calderos vacíos, etc. A cada cual se le asignaba un determinado cometido, a menos que prestaran las tiendas a algún familiar o amigos serios y de mucha confianza, para que se quedaban disfrutándola desde esa misma hora de la noche hasta el día siguiente, cuando volvieran los dueños a usarla y evitarse los madrugones y tener que, después de buscar un espacio adecuado volver a levantarla. Eso era casi todos los días del verano.
De los municipios adyacentes acudían asiduos visitantes a gozar las jornadas más deliciosas y comunitarias. Nunca tuvo el Puerto de
Ahora bien, desde esa época han pasado unos cincuenta o sesenta años, si más no. Aquel ambiente desapareció por imperativos dudosos; a alguien de nuestros lúcidos ediles, se le ocurrió prohibir las casetas en la playa, para que los turistas tuvieran su espacio libre y nadie les molestara. Desde entonces, ni turistas, ni nuestras gentes… Allí no va nadie a relajarse, ni a bañarse, aquello se convirtió en un desierto de arena y piedras.
Así eran las cosas de este pueblo, hoy ciudad turística, pero
Algunos desconsuelos sufrimos y privaciones, no todo era de color de rosa. Necesidades de toda índole y penas miles, pero era nuestro pueblo, o así lo creíamos. Hubo cierta represión, no vamos a negarlo, mas, ello se tradujo en lo que añoramos tanto: el respeto entre nosotros, urbanidad y civismo.
En fin, acabamos evocando con cierta añoranza aquellos tiempos modestos, cuando las gentes eran más solidarias con quienes les necesitaran y prevalecía aquel respeto, en general, que no debiéramos confundir nunca con los miedos políticos, lo nuestro era un sentimiento natural que nacía en nosotros.
Celestino González Herreros
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