8/9/10

A TRAVÉS DE LA VENTANA…

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Es como si se abriera una imaginaria ventana y, a través de ella, viéramos un nuevo amanecer; entrara el espectro matinal y el aire fresco, tempranero y el canto madrugador del gallo, junto al trinar de los pájaros, anunciando el desorbitado encanto de lo imaginativo, entre lo dulcemente agradable y el romance lírico de la ilusión realizable y la otra verdad de la vida.

El camino que a través del marco de mi utópica ventana, intuyo como si de una visión “esperada” se tratara, me conduce abiertamente hacia una supuesta, pero ansiada y muchas veces soñada, meta y refugio a la vez. Donde quedaron promesas que no fueron realidad. Sueños quebrantados quizás, cantos interrumpidos de angelicales y sonoros ecos. O musas que no lograron inspirarme y desistieron en su intento, a la vez que fenecían.

Desde la traslúcida ventana que asoma hacia el sombrío sendero, puedo discernir entre otros pasos también los míos, caminando hacia el escollado destino de esa meta ilusa que inventamos, producto de nuestra propia confusión y motivo, a veces, de tantas controversias y dilatadas reflexiones.

El aire que me llega quiere sedar el calor de tan desordenada urdimbre al propio miedo que me sujeta -miedo a nada- pero sin embargo, causa triste de una agonía arcana que no bien entiendo… Que me duele y se estaciona en esa confusión profana. Como si hubiera sido despedido y obligado a caminar solo -y he debido acostumbrarme- porque ya camino y a través de el -el camino- he aprendido a vivir y así como vivo, también en vida, aprendí a sufrir sin proferir lamento alguno, sin quejarme… Porque nadie iba a darme todo aquello por lo que he estado luchando, así porque sí...

El hombre llegó a comprenderlo y luchó para enmendarse de haber sido necesario. Se realizó, evidentemente, consumiendo sus propias fuerzas –hasta el último recurso y hasta su propio desencanto, en la lucha agobiante por hallar luz para su sendero y nutrir el camino con la esperanza. Darle pues, a la vida el amor enardecido y la razón justificable de que se nace para luchar y que se muere para vivir.

Los geranios florecieron todos y están tan hermosos como nadie puede imaginarse. Yo sigo cuidando cada cantero con el amor que pongo en esas cosas, las que considero sumamente importantes para poder conformar al alma “sensible y pedigüeña”. Los geranios, a través de la ventana, los veo que florecen más atrayentes que nunca, más bellos que en cualquier otro año pasado, aunque siempre les haya dado lo mejor de mi cariño, atendiéndoles debidamente.

Impedido, detrás de la ventana, veo más allá de los rojos geranios. Busco lo que nadie sabe y no lo encuentro. El camino se hace largo, interminable y las fuerzas ceden, acaso han muerto o se resisten. Busco en la vida pocas cosas, soy sincero. Busco mi soledad… ¡Que nadie la turbe! Y busco o deseo para los demás, que lo encuentren todo, que recojan, si quiera, las migajas que otros hayan dejado… Porque ellas dan el placer de sentirnos abastecidos y recuerdan –esas migajas- que el ser humano no teme tanto la soledad, como la indolencia, aunque acabe acostumbrándose a ella.

La noche se nos viene encima, quiere oscurecer, se han ido retirando todos y me voy quedando solo. Pero se oyen pasos que llegan. Aún hay una tenue luz en el sendero que a los geranios destacan y la presencia de ellos me consuela. ¡Están preciosos! Y yo, ávido expectante, espero que se acerquen esos pasos. Es mi soledad, otra vez mi soledad, que quiere estar conmigo, darme sus caricias, ese consuelo a veces cruel que me desmoraliza, que me deja a sus expensas… ¡Soledad, no te vayas de mi lado! Porque en ti encuentro sobradas razones que me inducen a pensar que eres cuna y que eres puerto, ¡OH, soledad!, donde convergen todas las barcas que han naufragado, a través de la misma vida, los años legendarios y sinuosos, como el viento, como la vida y la muerte. Como la tierra que uno pisa.

Cuando regreso el camino siempre está solo, tanto silencio siento, que apenas oigo mis propios pasos que se orientan hacia el lejano marco de “la ventana” tras la cual se esconde el dolor, los recuerdos todos allí guardados y desde donde veo, cada mañana, amanecer de nuevo. Para asistir, más tarde, a la huída del lucero que se pierde en el lejano horizonte, como una promesa fenecida.
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Celestino González Herreros
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