5/9/10

LOS CLAROS DE LUNA, EL MIRLO Y LA PLAYA

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No todas las veces que lo he intentado he logrado escribir todo lo que siento, alguna vez me ha quedado algo por decir, tal vez lo más importante, pero no siempre se hallan las palabras precisas. Y no todas las veces responde la mente a los estímulos del alma, a la voz callada que suena muy adentro y en nuestra mente, pero que no se oye. Sentimiento ahogado por la emoción de un momento determinado y en circunstancias precisas de nuestra vida. Cuando esto ocurre, decimos que tenemos la mente en blanco. Y qué bueno, cuando se rompe ese silencio que, algunas veces, lo produce una pequeña cosa, un motivo aparentemente insignificante y el significado que tiene en realidad, cuando logramos desatar la causa emocional de nuestros sentimientos y como un río de clamorosas frases, brotan los pensamientos sobre el blanco papel a raudales, con la fluidez propia del encanto poético…

Sobre las tranquilas aguas de una laguna, bajo el claror de la Luna y entre la verde maleza, las hojas secas movidas por la fresca brisa, desplazadas nerviosamente de un lado al otro, juguetes del viento son..
En mi contemplación, sólo atisbo, alcanzo a ver, dos hojas sueltas de un mismo arbusto, que se juntan y comienzan a girar formando círculos sobre el agua, como si estuvieran disfrutando de una danza bailable y en sus náuticos y acróbatas movimientos dibujaran imaginarios signos a la postre ilegibles. Pero admiré largo rato, con la sola compañía de la fresca brisa y mis sombras, el encanto del encuentro de dos hojas ya muertas deambulando por la vida, sin saber a dónde van, pero que no quieren separarse, atraídas por el mismo sentimiento, la soledad y el abandono.

Cualquier cosa pequeña puede producir un sentimiento arrollador que se extiende, sílaba a sílaba, hasta desbordarse en el albo fragmento, antes silencioso, expectante, mirando hasta que surgiera el milagro de la expresión de esos sentimientos.

Hasta a mí llega el canto de un mirlo que sobre el rojo tejado salta nerviosamente, de allá para acá, como si estuviera esperando a su dulcinea que se le hubiera retrasado… Canta con tal vivacidad y tal insistencia, que despierta mi curiosidad y el interés propio del observador más complacido. Es todo un poema verle y oírle. Como si estuviera diciendo algo, que al no poder comprenderle me incomoda. Ya veis, una cosa pequeña al otro lado de mi ventana y cómo me inquieta, me atrae y la mente se me va poblando de ideas que voy hilvanando caprichosamente, con mi acalorada imaginación y van creciendo los espectros, adueñándose de mi ánimo, tanto, que estoy dispuesto hacerme cargo de la situación; está alegre o está triste. Llama a su pareja o se alejó de ella, a quién llama, pues, ¿qué está diciendo con su desesperado canto?.. Le pregunto y con lo que cuente, más lo que yo piense… Escribiré las palabras más próximas a lo bello, las más sensibles y delicadas. Le tomaré en mis manos y acariciaré su diminuto cuello y su cabecita, le besaré en su piquito y le hablaré… En el mágico y frondoso mundo de la madre naturaleza, me adentraré con mi eufórica imaginación y volaré junto a el, de rama en rama, como un mirlo más; aprenderé a interpretar su dulce canto de amor por los parajes verdes de mi soñado valle, en busca de los rincones más exóticos -rincones muertos con el paso del tiempo- y beberemos juntos el agua clara de los canales que baja desde los circulares estanques de la verde platanera. Luego, iremos juntos a comer en el trigal de mis sueños, para después reposar bajo el frondoso castaño, antes que llegue la noche.

Y así, como llegó hasta mí el canto melodioso del mirlo, también llegan a mi mente otros recuerdos, a pesar del tiempo transcurrido, vivencias inolvidables.

El perfume de su piel y el calor de su aliento… Ambos cogidos de la mano, pisando las cálidas arenas de la tranquila playa, jugando -como lo hacíamos antes- con las piedras lanzándolas al mar con el brioso impulso de las fuerzas jóvenes, a ver quién llega más lejos. Con la inocencia propia de los años, tan identificados, uno del otro, con los mismos pensamientos y los mismos deseos… Sentía celos del mar, cuando llegaba a sus pies desnudos y correteaba huyéndole y volvía acercarse, incitándole al juego. Acariciando su blanca espuma; con ella se mojaba el cuello, luego la cara. Tenía celos al verle tan feliz, celos hasta del aire que respiraba. Recuerdo el musgo, las algas en la orilla amontonadas a todo lo largo de la orilla de la ancha playa, pisándolo.
Bastaba con mirarnos para decirnos todo, las palabras podían llevárselas la brisa salpicada del salitre, las cuales irían a refugiarse entre los acantilados, allá en el otro extremo.

Los minutos volaban y solíamos ponernos tristes, mirando al cielo para calcular el tiempo, pues teníamos que llegar temprano, como los buenos muchachos. En todo el recorrido, al regresar, jugábamos a cualquier cosa que pudiera acercarnos algo más. Y nos reñíamos con frecuencia, al mismo tiempo que sonreíamos… Como lo veo hoy en la calle o en las plazas públicas. La misma ternura -por qué no- igual que nosotros, con el candor propio de los sanos adolescentes.

Ya veis, no hay silencio por muy profundo que sea, que no logre despertar a un entrañable recuerdo, por muy pequeño que parezca. Le vemos crecer, le intuimos o le vemos resurgir y desbordarse. Invadirnos con esa sensación de paz que nos dejan los gratos recuerdos.
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Celestino González Herreros
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