Salí a dar un simple paseo por las calles de mi ciudad, para así despejarme un tanto y ver gentes, para charlar un rato… La tarde estaba apacible, buena temperatura y en el ambiente se respiraba esa sensación de bonanza primaveral que nos transmite nuestra acogedora ciudad. Aire ambientado de los efluvios exhalados de los cálidos soplos de la mar presente.
Dado que hallé donde estacionar el coche, me eché a caminar como si hiciera mucho tiempo que no transitaba mis calles y saludara a tanta gente conocida. Al pasar por la nostálgica calle San Felipe, hasta mí llegó una sentimental musiquita que luego resultó ser interpretada al piano en el bar. Restorán “Cho Paula” y me detuve a oírla. Como esas cálidas notas me atrapaban súbitamente, despolvando así, viejos recuerdos de mi lejana juventud, entré en el local, saludé y pedí una pequeña botella de vino del país, canario. Me instalé cómodamente y opté por quedarme un rato a deleitarme con tan emocionado encuentro y dispuesto a matar mi tedioso tiempo. La música estaba logrando aislarme por momentos, me transportaba hacia otras dimensiones, me devolvía vivencias muy lejanas que atropelladamente se volcaban en mi mente (aún no había efectos báquicos) era la sutileza del ambiente por que los recuerdos me asaltaban inevitablemente. Tejiendo ese malla mágica que nos envuelve tantas veces: la música y la evocación… Ya, casi no recordaba dónde y cómo empecé; y comencé a sentir la necesidad de volver al pasado, que como una amplia ventana que se abriera, dejara entrever, no sólo la luz de la ilusión, aquel río de recuerdos que llenaran a mi vida. En ese tranquilo lugar, hallé además del descanso espiritual, el ancho mar de mis sueños mientras la música no cesaba y yo ya, casi ni sabía dónde estaba. Me embriagó la música más que el vino que apenas lo había probado. Me imaginé andar por otros derroteros y seguían proyectadas aquellas frecuencias sentimentales que dibujaban la magnitud real de esos letargos tan felices de aquella época vivida. Cuando cada momento de esa dulce vida se lo debía a ella, mi juventud, que supo brindarme la ocasión de conocer lo bello que es el verdadero amor. Cuando aprendí a valorar lo bueno de la vida que tantas veces despreciamos y más tarde, con el mayor de los pesares, otras veces lamentamos no haberlo cuidado. Perdido como se pierden las ilusiones más bellas.
La botellita de vino apenas la he vaciado. Me dije, mientras la música siga enredada en mi corazón, mientras siga deleitándome, no va a ser necesario recurrir a la bebida.
Ha sido gratificante haber consumido parte de mi escaso tiempo oyendo el piano, imaginándome que aún sigo siendo joven, que me distraigo sorbiendo pausadamente unos buches de ese vino nuestro en este selecto ambiente de tranquilidad y esmeradas atenciones.
Ya es la hora de irme, aunque no tengo serias obligaciones, me llama mi hogar, eso sí, hoy con más insistencia… A veces es bueno despertar, no lo dudemos.
Celestino González Herreros
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