9/3/12

PREDICANDO EN EL DESIERTO

Dejando atrás los soleados pasillos, salgo ilusionado al patio de la vieja casona, resuelvo dar un corto paseo bajo el sol radiante de la mañana a estirar un poco las piernas y desentumecer los músculos. Me sentía atraído por el sedante murmullo de la brisa que a mi paso se me hacía más ostensible y delicada; qué dulzura para el alma sentirla deslizarse por entre las ramas de los viejos árboles y presentirla tras los estáticos y aburridos cristales de los ventanales. Qué sensación de libertad me produce yendo por el campo, intuyendo su vuelo, y qué profunda nostalgia lleva su silencio. Este amanecer en el campo es tan distinto, presiento el agua correr por la quebrada que serpentea en su descenso hacia el sombrío y profundo barranco; y la siento cantarina, ¿qué flor llevará de encargo su líquido diáfano que baja tan ligero acariciando las piedras lisas de sus reverdecidos márgenes, desde las descendentes lomadas...

Mirando al cielo voy por los caminos, y de cuando en cuando, en esta mañana tibia y sensual, me extasío viendo cómo se mueven las escasas nubes; emulando figuras caprichosamente animadas: distintas formaciones imaginarias, todo lo cual, contribuye en mí, de alguna manera, a figurarme semejanzas insólitas de cosas reales o de espectros que se desforman y transforman de nuevo deliberadamente, cual mística danza orquestada en el espacio etéreo del cosmos. Lejos del alcance del hombre.

¡Y el silencio de la tierra dice tanto! Me detuve unos instante bajo la vetusta higuera, al socaire de los rayos solares, alentado por aquellos viejos recuerdos de la niñez, cuando no alcanzaba asirme a las retorcidas ramas y para mí representaba, lograrlo, una gran aventura... Hoy las acaricio con familiar ternura, siento que le da a mi vida sensación de compañía y cuido su viejo tronco con el esmero debido. Y ya pocos árboles y arbustos quedan en el reducido número de huertos, los graneros y los pajares ahora cumplen otros cometidos distintos para lo que fueron levantados. Antes, cada mañana me cruzaba en el camino con aquellos campesinos, que también, antaño eran diferentes. Cuando llevaban el ganado a beber agua al pequeño estanque, y siempre se rezagaba alguna a beber directamente en la cercana atarjea. Yo disfrutaba acariciándoles. El respetuoso y cordial saludo del hombre del campo era un gesto innegable que les dignificaba ante los demás, no el adulamiento servil hacia el patrón, ese se notaba que era forzado, aunque pareciera lo contrario.

Cada amanecer en el campo es un canto a la vida. La presencia del Sol, son las primeras caricias del nuevo día, todo parece que cobrara vida al despertar el alba, que alcanza todo cuanto se le presenta, y se mete de lleno hasta en las entrañas de la tierra y todo cuanto en ella habita. Hace vibrar las diminutas gotas del rocío que aún titilan y van cayendo de los hermosos racimos de uvas que cuelgan apetitosas y la flor del castaño comienza abrirse; y las aves regresan y se juntan en el maizal y los trigales... Se oyen los cencerros de los bueyes acercarse al lugar del arado, para iniciar la dura tarea de abrir los nuevos surcos en la tierra... En el campo pareciera que renace la misma vida que en la costa, en el mar; y la ilusión genera las fuerzas necesarias para iniciar la cotidiana lucha por la subsistencia...

Todo es como es, como los deliciosos sueños del que no queremos despertar. La realidad es otra.

A veces, al recordar aquel campo y sus múltiples encantos, que hasta llegaron a mitigar gran parte de las necesidades y contratiempos del campesino de entonces, siente uno tal admiración por ellos, por su capacidad y valentía, indescriptible. Hubo un poder influyente que superaba toda fatiga y desaliento, que les ayudaba a superarse así mismo. Imaginémosles al llegar a sus humildes hogares y verle caer rendidos sobre donde poder sentarse, soltar el sombrero e hincarse un buchito de vino, junto a la compañera de fatigas y tratar de olvidar el agobiante cansancio, para poder disfrutar del merecido descanso. Que ya los animales están servidos y descansando en sus respectivos corrales y abrigaditas gañanías. Hubo tiempo para todo y luego vendría otro nuevo día, cuando despierte, nuevamente el claror del alba matutina.

Tomando otro atajo de la campiña y cuando ya había caminado buen trecho, me llamó la atención tanto mutismo en el ambiente, ni una sola persona que rompiera esa monotonía; el campo estaba desierto, como si yo fuera su único habitante. Se había roto gran parte de la armonía ecológica, el hombre de hoy es menos cauto, más detractor, no piensan en las posibles y actuales consecuencias ambientales y económicas. No piensan en la muerte segura de nuestra flora y la fauna, en el ambiente ya contaminado.

Sólo quedamos unos cuantos románticos "predicando en el desierto" y somos tan pocos que sentimos como se desvanecen nuestras observaciones, viéndolas ceder ante el supremo influjo de una mayoría de ignorantes que no hacen nada por enmendar el mal con el cual han contribuido a su desorbitado deterioro.

Recordemos cómo eran aquellas viejas carreteras de nuestro Norte de Tenerife, no faltaban elegantes árboles a cada lado de las mismas, ni vistosas matas de alegres flores en esos cultivados márgenes. La entrada de los pueblos era deliciosamente cuidada, con celo diría yo, no como hoy que basta con un letrero para decir quienes y cómo somos.

Las gentes de antes, qué distintas eran, hoy nos tapan la boca con autopistas, más letreros, semáforos folklore descafeinado. Aún se lamentan que determinadas fábricas de automóviles han tenido pérdidas substanciosas, unos treinta mil, otros cuarenta mil coches de menos para las islas canarias. Pero aquí no se fabrican. ¿Y dónde pensaban meterlos? Esto es un mundo de locos. ¡A ganar dinero!.. Al traste con la Naturaleza y el ecosistema.

Nosotros no lo vamos a sufrir de inmediato, ni a ver las terribles consecuencias... Ese es el regalo o la herencia que le vamos a dejar a las futuras generaciones. ¿Eso no es un delito?

Celestino González Herreros

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