25/4/09

NADA HAY COMO UNA MADRE

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Dichoso aquel que tiene a su madre consigo, que puede verla y besarla cada vez que la necesite sin tener que clamar al Cielo por ella. Dichoso el hijo que puede consolarla con el mejor de los cariños; y puede abrazarla sin tener que soportar la soledad y la pena de haberla perdido; y no sienta sus brazos vacíos y desconsolados, porque ella no esté para corresponderle y no sienta el calor de su pecho y su regazo porque se haya ido... Ay, si, pobre de aquel, que sin razón alguna, la hiere, la mortifica y hasta la castiga con la más vil indiferencia, producto de la ignorancia, de la misma ceguera que no les permite ver y calcular en ella la huella de su dolor, de tantas horas de desvelos y la mordaz incertidumbre, cuando los hijos no entienden el valor que una madre tiene y cuánto bien se merecen. De qué sirven las lágrimas luego de haberla sacrificado y destruido despiadadamente con los continuos disgustos, los incesantes atropellos, los insultos, las injustas vejaciones y las falsas acusaciones cada vez que la ira y la locura les asalta.

¡Cuántas lágrimas desramadas y angustia sufrida!.. Y ahora, ¿dónde está?.. Aquellos que la perdieron, ¿cuánto darían por tenerla a su lado?, ¡y qué distinto sería todo! Pero ya no es posible, sólo podemos conformarnos con los buenos recuerdos que es la única manera de “traerla” y brindarle todo nuestro amor. Viéndola en el porta retrato, parece como si algo quisiera decirnos cada vez que nos detenemos frente a ella. Parece mentira, pero es cierto, ya no está entre nosotros, ya no sentimos el calor de sus brazos ni el contacto de sus besos, se nos escapó de entre las manos para siempre, aunque esté dentro de nosotros, en la mente, en el corazón.

Ya su puesto en la mesa está vacío, la comida no tiene aquel sabor tan peculiar, sabor de ella. ¡Ay, madre, cuantos recuerdos y qué silencio este, que nos has dejado! Todo está distinto sin ella, todos la echamos mucho de menos. Y, cuánto daríamos por escuchar su risa, su voz emocionada cuando nos decía cuanto nos quería.

Y pensar que hay hijos que hasta las castigan, psíquica y físicamente y que, hasta acabar con ella, la siguen mortificando. Que no se den más, esos terribles casos, que reflexionen esos hijos confundidos, enfermizos, como los adictos a las drogas, por ejemplo, que les queman por dentro, el alma y el cerebro, la ira que los trastorna hasta perder el juicio. Y aquellos que la abandonan y las dejan solas en cualquier lugar, en la calle. Cuesta y duele mucho, hasta el hecho de pensarlo. Que cuando una madre falta, nada ni nadie llena ese tremendo vacío. Dichoso es aquel que la conserva consigo y puede darle todo el amor que se merece y pueda estar con ella cada vez que lo desee.

Creo, sin temor a equivocarme, que es la madre de uno, el mejor regalo que Dios nos ha brindado; ella nos dio la vida. Madre no hay más que una, los que puedan, que la disfruten.

Una vez que se nos haya ido, sólo nuestras sentidas oraciones y los gratos recuerdos de aquellas horas compartidas en vida y armonía con ella, van a compensarnos de alguna manera, aunque el dolor y el vacío que nos han dejado no podamos cambiarlos.

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