25/4/09

¡MADRE, HÁBLAME AL OÍDO!

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Qué extraño el silencio de aquella noche, cuando nos miramos frente a frente, y no pudimos articular palabra alguna. Sólo nuestras lágrimas delataban la tragedia del momento. Recuerdo que tus manos temblaban como palomas asustadas; y que había en tu mirada tal expresión de dolor... Y no pude consolarte de ninguna manera. Por eso quedamos mudos, frente a frente el uno del otro. ¿Qué podía yo decirte? ¿Y tú a mí, cómo ibas a convencerme, si no hubo palabras, para que no sufriéramos tanto? Te ibas para siempre, madre, y no pude hacer nada... Intuyo, que tu última mirada me buscaría, para transmitirme un poco de sosiego... No sé, madre, porqué no estuve allí, como hubiera sido mi deseo.

Habías transpuesto el divino umbral de la paz eterna, allá en el Edén soñado, cuando nos dieron la noticia. Desde entonces van mis pasos a ciegas, dando tumbos desordenados, de un lado a otro, por los caminos acostumbrados. Buscándote, con el desconsuelo propio del caminante que no halla el descanso de sus limitadas fuerzas; mientras voy buscando entre las sombras del yermo sendero, lo que me recuerde tu entrañable existencia... Caminos que no se detienen. Yo digo: ¡el eterno trayecto sembrado de soledad, húmedo de las lágrimas que voy dejando atrás!

¿Cuántas veces muere el hombre?, me he preguntado. Ni yo ni nadie sabe responder a mi súplica. Uno muere de pena cada vez que algún ser querido se nos va para siempre. Cuando muere la madre, uno muere casi del todo. Es que, sin vosotras todo parece tan desierto, nada está, ni en su sitio ni completo. Faltan cosas que antes vibraban por la alegría que transmitían, por aquello del calor humano; y presencia de amor que irradiaba la proximidad, la ternura y el espíritu amable de cada uno de vuestros movimientos. Yo pienso que nos falta todo, nos dejan huérfanos de cariño. Sólo nos sustenta, y por ello vivimos, el recuerdo de los desvelos y aquellas miradas de consuelo que nos lo daban todo... Nos quedamos solos, sí, irremediablemente solos, tanto, que pasan los años y no nos sobreponemos de esa falta vuestra.

Si me estás viendo, madre, desde el Cielo, sólo deseo que escuches mi llanto y que sepas... Bueno, una madre lo sabe todo de sus hijos; nada voy a decirte que tú, antes, no supieras. Mas, necesito decirte que te quiero, que te echo mucho de menos; necesito que me oigas cada vez que te lo diga. ¿Sabes?, me siento sano de espíritu. Eso es importante, ¿verdad, viejita? Todos tus consejos los conservo en mi alma, como un relicario generoso que guardo de ti. Tú me distes la razón de ser y en memoria a ese afán cristiano tuyo, voy hacer por vivir mucho para amarte cada día más. Y, sólo a mis hijos les ruego, que quieran mucho a su madre, como yo te he querido a ti, y te seguiré queriendo, aunque te hayas ido...

Apagué la luz un rato, necesitaba estar a oscuras. En silencio repasé todo aquel pasado, desde mi niñez; caminé por todos los rincones de la casa; le veía llegar sonriente, y abría sus brazos para recibirme cariñosamente... Como si me tuvieras compasión, pienso ahora. Es que nos quería tanto, se desvivía por todos nosotros, cuando estábamos juntos. Ese algo especial que nos unía es lo que más echo en falta hoy. ¡Me sentía tan protegido! Cuando los hijos vamos haciéndonos mayores, independientemente de los caracteres de cada cual, cambiamos mucho y nos hacemos más humanos; entendemos mejor el verdadero sentido del amor que a una madre le debemos. Ya no nos creemos con derecho a independizar esos sentimientos y cuidamos más no hacerles daño, entendemos su extraordinaria sensibilidad. Habremos sido, algunas veces, crueles e injustos con ella, sin entenderlo, pero nunca hemos renunciado a su amor.

¡Qué grande es el desierto de las injustas ausencias, y qué largos los caminos!.. Qué distantes y qué cerca, a la vez, está el calor de los sentimientos de esa madre que se nos va para siempre!

Les veo en mis sueños, al viejo y a ti, tan contentos en esa dimensión maravillosa, que siento verdaderos desconsuelos de estar allá, aunque sólo fueran unos minutos. Pero, eso ha de ser, sólo cuando llegue el momento, cuando Dios lo disponga, porque “está escrito, que así será nuestro cristiano destino”...

Madre, háblame al oído, lo más próximo que puedas y abrásame muy fuerte. Yo te siento, madre, cuando estás a mi lado. No te importe si me hallaras triste, eso se me pasará cuando estemos para siempre juntos, verás que cambio. Mientras, cuando me acuerdo de ti, cuando besas mi frente y acaricias mis blancos cabellos, me consuelas mucho... Mira, es que ha pasado tanto tiempo... Oye, seré como siempre. Pero ven, madre, ven a mi lado, aunque sólo sea un feliz instante... Yo necesito decirte, madre, cuanto te quiero; y oírte decirme lo mismo: ¡Hijo mío, hijo de mi alma, todo tú, en el Paraíso, estás conmigo! Y no me des las gracias por recordarte con tanto amor, madre, porque yo soy así; y tú bien lo sabes.

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