11/2/13


Y LA PALABRA SE HIZO PLEGARIA

¿Cuál es el misterio que encierran las palabras que fluyen desde la mente, fuente mágica de inspiración y sentimiento? ¿Qué relación guardan, a veces, nuestro corazón con ellas? La voz del alma - diría el poeta- se hizo palabra y esa expresión, una plegaria que rompe el silencio  de la soledad.

Con estos pensamientos caminé  por el pueblo. Muy pocas cosas conocía ya de aquel bello lugar. Todo había cambiado desde entonces y llegué a sentirme como un extraño, allí, donde tantas huellas deben haber quedado de aquel pasado irrepetible. Tal vez hayan fenecido en el olvido, bajo el influjo del injusto abandono.

Comenzaba aburrirme yendo de acá para allá, sin hablar con nadie, cuando, me llamó la atención ver a un señor de edad avanzada, sentado en un vetusto banco en la plaza pública, acariciando a un perro que se le había acercado; y me fijé con interés en la conducta de ambos, por saber cuál de los dos reflejaba en su actitud, más placer, más gratitud... Ambos componían el cuadro de la confraternidad, compartían sus penas y necesidades. Buscaban "la voz amiga", esa comunicación tan necesaria, la caricia mutua. Aquella ilusión, ahora despierta, aunque se desvaneciera luego como un sueño roto que jamás fuera a recomponerse, denotaba las fuerzas del amor. Más tarde supe que el viejo había sido abandonado por los suyos y el perro había corrido la misma suerte. Ambos estaban solos en el mundo. Es, a veces, la incomprensión de una parte, de la sociedad, la ingratitud y deshumanización de la misma, lo que genera estas repugnantes situaciones. Eso ocurre con frecuencia en algunos pueblos y ciudades, con los viejos y con los animales, los dejan aparcados en cualquier lugar, como objetos inservibles, cuando ya poco pueden dar de sí.
 
De regreso, al pasar por la plaza, ya no estaba el viejo ni su amigo el perro, los dos habían desaparecido.

En casa, cuando me vi rodeado por mi familia, colmado de atenciones, la esposa, los hijos, los nietos y el perro, elevé la vista hacia el cielo y di gracias a Dios por todo cuanto poseía y por la paz de mi hogar. Supliqué: ¡Señor!, que no pasen hambre ni frió los viejos abandonados, bucales un lugar digno, o llevarlos contigo, para que nada les falte.

La voz del alma se hizo palabra, presiento. Nunca supe del destino de aquellos seres abandonados, de aquellos tristes mendigos que fueron abandonados sólo por ser viejos, decrépitos y desafortunados...
Rodeado de los míos, supe la valía de cada uno de ellos. Sentí la extraña sensación que llega a ahogarnos de emoción; y volví a pensar en qué solos deben sentirse los seres abandonados.



Celestino González Herreros
          celestinogh@teleline.es































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