23/6/10

EL CLAMOR DE LOS AÑOS

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Ya el Sol declinaba cuando llegamos al pueblo y en tanto buscábamos donde dejar el coche que nos condujo al lugar, curioseábamos con la avidez propia del visitante, mirando aquí y allá... Buscando en cada rincón alguna motivación y de echo, no faltaron, de las que aún conservo buenos recuerdos.

El paisaje se fue abriendo ante mis ojos, brindándome en todo momento su esplendor, su luz radiante y colorido. Fueron apareciendo los motivos arcaicos los cuales iban condicionando mi fantástica curiosidad hasta llegar a extasiarme.

Como si se explayara sólo para mí todo el entorno; y aparecieron a uno y otro lado de la empedrada calle, de irregulares adoquines, las viejas casonas de anchos portales y gruesas paredes, vestigios de tiempos pasados que no mueren y están allí. Señalando su presencia, a ultranza, la huella ancestral reflejada en esa gloriosa y remota realidad.
Cada recoveco, cada calle decía más que todo aquello que no pudimos valorar en toda su extensión.

Cuando dejamos a buen recaudo el coche, decidimos ir calle abajo, en dirección al centro del referido caserío, previamente elegido para esta ocasión.
Las gentes nos miraban, bueno, así yo pensaba, como si estuvieran agradecidos por nuestra visita. Sabían por nuestras pintas que no éramos del lugar, uno se delata hasta por el modo de andar.

Los cuatro que componíamos el grupo, todos más o menos de la misma edad, pasado los cincuenta años, el momento de la vida de un hombre cuando se va dando cuenta de que, cada día que pasa hay otro que se acerca, gozábamos cada instante. Buscamos mil pretextos y sin querer confesarlos nos resistimos a aceptar la evidencia, lo que tiene que llegar alguna vez. Y nos lamentamos de no haber sabido vivir. Mas, ahora queremos apurarlo todo de un solo tajo y nos molesta que pase el tiempo tan rápido, que nuestras “resistencias” no calienten tanto como cuando teníamos veinte años de edad.

Estaba acordado, previamente, que saldríamos este día para resolver un “asuntillo” y aprovechando la conyuctura disfrutaríamos una jornada de recreo, si es que suena mejor. Y al mismo tiempo probar los vinos del lugar y lo que se presente después. ¡El clamor de los años! A rescatar del plácido paisaje todos los encantos posibles y a derrochar tanto entusiasmo que asoma en nuestros ojos con el brillo ilusionado que siempre aparece en la mirada ante el feliz encuentro de algo nuevo y que nos maravilla, como son esas estampas campesinas que quedan grabadas para siempre en nuestra memoria, desde los años más tiernos y que motivan sensaciones generosas al evocarlas y hasta llegamos a idealizarlas. Nuestros campos canarios aún conservan el irresistible atractivo que invita a la devoción y admiración del caminante; reflejan amor y dulzura increíble hermosura, calor y poesía. Todos los adjetivos de ternuras y exquisiteces aparecen en la imagen de cada uno de sus rincones. Sus tierras lozanas, atendidas y cuidadas con el esmero propio y el celo del curtido hombre que labra sus entrañas y las riega… Cada perspectiva nos dice su magnificencia, ese sello adorable que nos caracteriza, por ser ella, de la Naturaleza un trozo de madre que Dios nos diera.

Convenimos en preguntar a las gentes que pasaban o estaban allí, en ese lugar gastando sus días de vida. Ellos debían saber donde conseguir buen vino, que lo de la comida era otra cosa… Bien hicimos en preguntar. Nos dijeron que pasada la Plaza cruzáramos a la derecha, que no nos metiéramos en el caminito que conduce a otra parte. La calle sigue, apuntaron, una vez a la derecha y luego a la izquierda. Entonces siempre hacia arriba. Verán la parra levantada por las horquetas. Aquí, repetían, no se da más que buena uva y de ella salen los vinos. ¿Han probado los últimos? Cosa buena caballeros, hasta cura a los enfermos… Hubo uno que nos soltó una retahíla y otro compadre suyo, que nos hizo gracia. Tenían labia, los señores. Insistían: ¡Mejores no los hay!
Fuimos bien informados. Es bueno hablar con las gentes del campo, ellos saben y dan la impresión de que no mienten, son así de nobles.
Nos despedimos; y como se acercaban otros, levantamos anclas y a aprovechar el viento, que ya estaba bien…

Si tuviera tiempo disponible les acompañaba –decía uno de ellos- y les iba a presentar, como si fuéramos amigos de toda la vida, pero no es así, tal vez en otra ocasión, Dios mediante, pueda ser.

De verdad, tenía ganas de comer algo y la sed ya no la aguantaba, me estaba sintiendo de mal humor.

Al final de la pista la cosa cambió y otra vez comenzamos a ver casas. Estábamos rodeados de altos muros, amplios portones y nuevas gentes. También me llamó la atención un par de preciosas cabras de rebosantes ubres que llegaban casi al suelo, ellas tranquilamente comiendo la hierba frescas crecidas en los bordes del camino y de la calle, entre los adoquines empotrados en el vetusto pavimento.
Habíamos llegado a la indicada dirección o estábamos cerca de ella. Era la calle, nada de asfalto, sólo tierra. Aquello era distinto, piedra viva; con tantos años, quién sabe cuántos. Y tuve, de pronto, un extraño sentimiento. No, este episodio de mi vida, no podía pasar así, como cualquier cosa. Me sentía emocionado. ¿Cómo es posible, ante un motivo tan hermoso y tan nuestro, pueda nadie pasar desapercibido, por mucha hambre que sintiera y ganas de echarse sendos vasos de vino?.. Yo pensabas, para mis adentros, “¡OH, Dios, que uno tenga que partir algún día y se vea en la necesidad –mejor dicho, en la obligación- de dejar todo esto, tantas bellezas que hallamos en nuestro suelo canario!

Hoy si que no hallo las palabras adecuadas, sería una lástima quedarme corto en la redacción, en este preludio que armoniza el calor de tamañas sensaciones, frente a un espectáculo poco común y a la vez conmovedor. Esa calle que baja, a un lado y al otro casas y al fondo la mansión principal –y era allí donde iríamos a comer, en la parte alta de la casa, cerca de la ventana, mirando al camino. Sí, por donde habíamos llegado, casi sin darnos cuenta, hasta subir la sólida escalera que nos llevaría a aquella habitación comedor y a la acogedora mesa, donde apuramos los primeros tanganazos e hicimos un amplio despliegue de nuestras nuevas impresiones acerca del lugar, su encantador tipismo y su grata gente, extraordinariamente amables, que bien son merecedoras de nuestra admiración y respeto que sólo se ganan las personas que saben recibir al de afuera y al mismo tiempo nos saben respetar.

Estábamos pasando un rato sin cuento, ni me preocupaba cuántos años de edad yo tenía. Bueno, no los sabía en esos momentos, me sentía más feliz que el “pupa” y hasta mejor persona. Las papas estaban riquísimas. Y el pescado –viejas frescas guisadas- no digamos… Los comentarios del vino, ¿los hago ahora o después? Sigamos pues, hablando del gofio, del pan, etc. Siempre ocurre igual, bueno, póngannos otro litrito de vino. Ah, ya vienen con el. ¿Quién lo había pedido? Es igual. Pero hay que decir algo más, superando los pretextos. Si tuviera espacio suficiente, haría una apología del “morapio” de tal modo que abundaría en detalles, simplemente deleitantes. No se podía esperar un vino mejor, aquello fue una excepción o lo que dió la parra.

Aún es de día, tenemos tiempo, más que suficiente por delante. Dimos después de comer un paseo por los altos, a ver esos fértiles campos. Antes de irnos prometimos volver por allí a echarnos el repunchito…

Qué lugar tan extraño, parerecíera que uno estuviera soñando. Esa calle, con ese embrujo y su silencio y el sello que toda ella imprime, está diciendo más de lo que yo pueda señalarle. Si callo, oigo los pasos de antiguos caminantes, cuando traían o llevaban por sus angostos caminos el producto de la tierra y las semillas… Hay en su vertiente el clamor y hasta el roce de viejas vivencias que dieron a esos pueblos el sello alentador y poético que hoy tienen. Y aún hay ecos que pueden oírse, si al cerrar los ojos, caminamos –por ese ambicioso túnel de la evocación- para encontrarnos con ellos, los que nos dieron el nombre y nos dejaron las herramientas en el campo, amor a la tierra –que nos ha dado tanto y nada nos piden a cambio, sólo que no la abandonemos-.
Qué linda y generosa es mi tierra, no podría cambiarla, ni por nada, ni por nadie…



Celestino González Herreros
http://www.celestinogh.blogspor.com
celestinogh@teleline.es

22/6/10

HA FALLECIDO EN LANZAROTE, SU DESCONSOLADA ISLA, SARAMAGO

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SENTIDO ÓBITO AMIGO
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Los amigos de la niña “Piedad” rogamos por el eterno descanso del alma de Saramago, hombre que fuera en vida, modelo de buenos sentimientos; y máximo exponente en favor de la justicia bien aplicada, demostrado tantas veces clamando por “Piedad”.

Su voz no la apagará nada ni nadie, ni su sentido óbito ni ese eco personal suyo suplicando compasión para los inocentes y los marginados por los hombres…

A su dolida esposa y demás familiares suyos y amigos, Dios les dé resignación cristiana, Y que nuestras sentidas oraciones se oigan en el Cielo.

Celestino González Herreros
http://www.celestinogh.blogspot.com
celesinogh@teleline.es

SARAMAGO TUS ISLAS SE HA QUEDADO TRISTES

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Esa noche para mí pareciera que estuviera marcada con connotaciones extraordinariamente sensibles, no pretendo idealizar el momento, pero confieso que aún, siguiendo consternado con la fatal noticia de nuestro Saramago, no consigo salir de mi estupor, de la gran pena de haber perdido a ese gran hombre, aunque los ángeles del Cielo se lo hayan ganado… Hubiera preferido conocerle personalmente, eran muchas las cosas que hubiera deseado decirle, hoy son muchos los interrogantes frustrados, pero, sinceramente me emociona y a la vez compensan mis desconsuelos, leer, saber, escuchar cuántos elogios, tanto cariño de nuestras islas hacia él, los méritos callados para alguno de nosotros, su forma de vivir, pensar y despedirnos así, tan resignado y complaciente, tan entero y virtuoso, como siempre vivió, sonriente y amable con quienes le rodeáramos. Hay que ser muy grande para amar como lo hizo a una isla tan pequeña, sin distinción alguna, felizmente.

Su inseparable esposa necesita en estos momentos y más que nunca, nuestro incondicional cariño. Ella sabe mucho de ello, sabe cuanto queríamos a su hombre, a su gran talento y al genio que en él se hizo hombre y no un hombre cualquiera, un modelo solidario, humano sin reservas e innegablemente sensible ante las desgracias ajenas, rebelde ante las injusticias de los humanos obsesos y rencorosos, mal nacidos…

No cabe en mí, no sé… tanta ignominia, como no cupo en él. Cada hombre es, o debiera ser, libre al elegir su destino, él lo logró por haber sido siempre consecuente con los demás, con el tiempo, con las tragedias que otros sufrían, con el dolor ajeno, con la pobreza de aquellos que no podían salir de sus penurias. Saramago era como un centinela expectante e inquieto, como un verdadero amigo de lo justo; y nos ha dejado con su óbito, un surco abierto, fertilizado y abundantes semillas de amor que a la postre germinarán para nosotros, sus hijos de las islas canarias, a quienes nos dejó su corazón.


Celestino González Herreros
www.celestinogh.blogspot.com
celestinogh@teleline.es

21/6/10

EL HOMBRE DE LA BARCA

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Hasta llegar a la playa, junto a mi barca varada sobre el banco de arena, por el camino más corto fui caminando. Por los atajos de siempre, por donde pasara antaño cuando bajaba corriendo en mis amigos pensando. Con la ávida celada por los rincones busqué y no encontré aquello que estaba buscando… También habían muerto los árboles donde solía colgarme, las viejas moreras que nos daban las hojas para que comieran los gusanos de seda. Ni estaba aquella casita, la de la señora gruñona que me botaba piedras para que no me detuviera bajo la esbelta palmera en busca de sus dátiles. No estaban los perros que me ladraban, ni las cabras del señor de la cachimba. Ni la chocita abandonada donde jugábamos a los buenos y a los malos, tirándonos flechas hechas de cañas del abundante cañaveral al borde de los caminos, entre las verdes plataneras. Ni las atarjeas que llevaban el agua fresca y cristalina para el riego.

Los pájaros del campo, en nutridas bandadas, se posaban a picar los hermosos y rojos tomates y los frutos de las higueras. Había un nisperero tan cargado tan cargado de amarillos nísperos cada año, que hoy, sólo al recordarlos se me hace aguas la boca; en el muchos puñados cogí cuando bajaba a la Escuela y se los daba a la maestra –una señora mayor- que me quería “demasiado” a pesar de llevarle regalos, que siempre eran frutos del campo.

Yo le escuchaba embelezado, me agradaba oírle; ahora mismo me está induciendo a recordar cosas de aquella época que nos tocó vivir. Mientras me hablaba mi mente buscaba entre las cosas viejas retazos de aquella infancia y abundaron, en consecuencia, con la dulzura y la inocencia propia de los muchachos de antes.

Es posible que aún encuentre entre los agujeros del alejado tiempo, resquicios que me permitan ver cuando yo era pequeño… Algunos recordarán a doña Carmen Álvarez la maestra. Vivía y allí estaba la Escuela, en la calle Zamora, frente a la casa donde vivía doña Valeria, más tarde Residencia Sol, en Puerto de la Cruz.
La casa era terrera, con una puerta no muy alta y un escalón a nivel del piso. Tenía dos ventanas a los lados, recuerdo pintadas de verde. Una para la habitación de dormir y la otra, para la sala de las visitas. Entre ambas habitaciones había un pasillo que conducía a un pequeño pero delicioso patio, todo lleno de cacharros con plantas y flores; otras sembradas en sendas macetas de barro cocido. A la izquierda, seguidamente de la primera habitación era donde se impartían las clases, la cual comunicaba, asimismo, con una pequeña huerta donde tenía gallinas. Había un estanque pequeño y algunas hortalizas plantadas para el gasto diario. Hierbas pasa infusiones, hierba-buena, poleo, ruda, hierba huerto, perejil, etc. Y la célebre hierva luisa para las tazas de agua con gofio… A continuación, siguiendo por el lado izquierdo, la cocina, donde también hacía de comedor.

Doña Carmen vestía los hábitos de la Virgen del Carmen. Era muy religiosa. Le gustaba arreglarse bien para salir a la calle.
En verdad, me tenía verdadero cariño, tal vez demasiado. Y lo mismo para los otros “chicos y chicas”, se preocupaba por que aprendiéramos a leer, escribir y las cuatro reglas… Y hablando de reglas, ¡cómo zurraba! Cuando las cosas no se hacían como ella quería o no nos salían como tenían que ser. A mí me traumatizó de tal manera, que hasta soñaba con ella. Pero antes de seguir, permítanme contarles. Con tres o cuatro años de edad, yo era quien la depilaba, le liberaba las pelusas y algún que otro vello del bigote y la barbilla. Y era tal el pánico que me inspiraba, que hasta temblaba y en lugar de arrancarle los vellos, por cada uno, seis pellizcos con la pinza le daba y, a posteriori, seis realazos me daba.
Yo iba a vigilar en la cocina la leche que tenía al fuego, para que no se le derramara cuando hirviera. Le iba a buscar el petróleo a la venta, el pan, etc. A veces nos turnaba. Es que la pobre señora vivía solita, no tenía a nadie, así, a la mano y recurría a nosotros. El echo de salir a la calle y estar un rato libre era el mejor recreo. Y todas esas tonterías, propias de la infancia, que hoy estoy evocando y que fueron verdad, contribuyen en gran manera a la educación de un niño. A ver si actualmente los padres lo tolerarían y mucho menos los niños, tan proclives a su ego personal, desatentos y orgullosos. La fiel semejanza de lo que han hecho de ellos los propios padres, su precaria educación.
Todo se superaba, indudablemente que sí, y tal vez es necesario algo de disciplina, para que nos acostumbremos a ser, por lo menos, responsables en nuestros actos y conscientes de ellos.
Todos los días teníamos que rezar y se estudiaba el Catecismo “Ripalda” y Urbanidad, etc. Lo demás era secundario aunque también importante.

Como anécdota, no olvido que, para aprender a escribir la “P” mayúscula de Pepito, por ejemplo, fue a base de palmadas en la cabeza. ¿Cómo iba a salirme bien si estaba temblando?.. Lo cierto es que hoy, después de tantísimos años, aún me acuerdo de ella cada vez que la escribo y parece que la siento detrás de mí, porque aún no me sale tan bien como ella hubiera querido.
Nos ponía de rodillas en la puerta de la calle, sobre granos…con un gorro de papel pintado y los brazos en cruz con peso en cada mano, sólo para ridiculizarnos a ver si así nos aplicábamos más, o qué sé yo. Lo cierto es que le temíamos mucho a ese desgraciado castigo. Otra anécdota que me viene a la memoria –y ahora si acabo- . Antes las maestras iban a la casa de los alumnos, casi siempre buscando prebendas, -ponía mucho más interés por los niños- y daba igual la hora de la visita. Una noche, estando ya acostado, serían las nueve y más despierto que una lechuza, cuando oigo su inconfundible voz “medio santa, medio dictadora”, pero era encantadora. E instintivamente, apagué la luz y me hice el que llevara rato durmiendo. Como oyera que se acercaba a mi cama, junto a mi adorable madre, hablando precisamente de mí, me puse a contar en voz alta: Uno más uno son dos. Dos más dos son cuatro, etc. Y no paraba de contar, mientras que escuchaba que decía: ¿Ves lo que te decía? Es muy bueno este niño, e inteligente a la vez, hasta durmiendo estudia.

El hombre de la barca… Me hizo recordar con sus narraciones a doña Carmita Álvarez, ¡cómo son las cosas, nunca se lo había dicho a nadie! Aunque muchas veces he recordado aquellos días llenos de ternura, cuando el respeto se le inculcaba a los niños desde muy pequeñitos. Cando era para las familias el mayor de los orgullos tener a los hijos bien educados, que nadie de la calle viviera a dar quejas. Y hoy es lo contrario, por que sólo ven por los ojos de los hijos, por comodidad “muchas veces”, otras, ya sabe Dios por qué. Claro que hay muchísimas excepciones y eso es gratificante, triste sería que no fuera así. Tengo la suerte de reconocerlo y el orgullo de dedicarles, en la memoria y en el presente, a todos, estas espontáneas líneas. Que a pesar de tantos años ya pasados, perdura el respeto y el cariño que siempre les profesaré.


Celestino González Herreros
http://www.celestinogh.blogspot.com
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