31/5/08

San Telmo y su legendaria playa



No se pueden ocultar los encantos de la Playita de San Telmo en Puerto de la Cruz, será lo que será, mas, su embrujo no pasa desapercibido. Vistos sus atractivos bajíos y el espectro de su pequeño muelle, ese sugestivo lugar convoca y su influencia despierta las más diversas sensaciones, máxime cuando le avistamos desde su atalaya, el mirador de Santo Domingo o la Punta del Viento, belleza observada en tan reducido espacio costero de nuestra ciudad, motivo ese que sólo invita a soñar despierto.

Viendo golpearse las olas contra sus basálticos acantilados y peñascos salientes, el chasquido del golpe se siente, junto al derribo de la espuma, cual hechicera caricia de sus combativas aguas.
Sabiendo elegir el momento, en la inmensidad de sus cálidas aguas, hallamos el imaginario espejo de nuestro espíritu allí proyectado. Todos nuestros sentidos claudican, se desdoblan cual si fueran pliegues obtusos que naufragaran meciéndose en armoniosa danza y la mente con el susurro del mar al romper las olas se nos fuera poblando de encuentros sentimentales y apasionados. Nuestro estado anímico va embriagándose entre golpes de mar, hipnotizándonos. Es como si nuestra imaginación navegara contra corriente y se alejara hacia el horizonte, hasta perderse en la lejanía, dejando atrás la sutil estela de viejas ilusiones vividas, resquicios de felices emociones y amados recuerdos que se distancian sobre las movedizas aguas que nos implican y compartiéramos la misma ilusión.

Antiguamente, ese mágico espejismo nos atrapaba, asomados en el muro de la calle que conduce a su ermita Entonces, nuestro pueblo marinero no era ciudad, cuando reinaba la paz, el tedio y la desesperanza, cuando todos éramos como hermanos del mismo desencanto y dueños absolutos de aquellos sencillos lugares de naturales encantos; y las gentes eran otras gentes, cada rincón que visitábamos nos deparaba sencillez y nos identificaba tal y como éramos. Cuando nuestro conformismo sólo era sinónimo de riqueza espiritual y nuestras abundantes escasez un motivo más que nos incentivara a buscar la abundancia en nuestras aspiraciones. Cuando el amor era la semilla de nuestra convivencia y la razón de vivir. Sí, sólo vivíamos para amar y moríamos amando.
La calle de San Telmo, antes era muy concurrida, sin tantos escaparates, pero el blanco de sus muros denotaba nobleza y cívica transparencia. Era el paseo obligado para llegar a la playa de Martiánez, y sus añorados bajíos; y sus sencillas instalaciones que hoy nuestro viejo corazón tanto echa de menos. Aquellos charcos, rompientes y atractivos bajíos algunos ya desaparecidos. Y aquella paz reinante que contagiaba la esencia misma de nuestra idiosincrasia. Hubo un alto grado de felicidad, pese a tantas carencias sufridas. Aquellas terrazas y paseos… ¡Aquellos años que no volverán! Y, qué lejos han quedado, pero nunca en el olvido.

Hoy todo es distinto, los más viejos, sentimos la sensación de estar viviendo de prestados, como extraños… Y el dolor nos embriaga cada vez más, queriendo hallar aquellos encantos perdidos. Los espacios suplantados… Y los amigos aquellos, ¡cuántos se han ido! Razón de más, para uno sentirse un tanto defraudado, algo solos, en medio del esplendor que hoy luce esta envidiable ciudad, sus modernas instalación, renovadas infraestructuras y todo lo demás. Empero, sólo nos resta seguir el camino de los cipreses hasta que ellos se acaben… Como la barca que se aleja mar adentro, sorteando las embestidas de las olas en busca del estático horizonte y podamos tocar el cielo con nuestras temblorosas manos.

Puerto de la Cruz, a 12 de marzo de 2.007

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