10/5/08

Acariciando la sinuosa verticalidad del Teide


Fue la altura del lugar y ese silencio sobrecogedor, seguramente, lo que en mí produjo tan extrañas sensaciones, máxime al sentir que no estaba tan solo allá arriba y tan lejos…


A medida que ascendíamos en dirección a Las Cañadas del Teide, desde la parte alta de La Orotava, mi mente fue como despertando recuerdos de mi niñez, fueron avivándose como rosas tempraneras que se abrieran en un matinal encuentro primaveral, cuando aún quedan espacios reconocibles durante el ascendente trayecto. Puntos magnificados, tal vez, donde hemos dejado la huella indeleble de tantos sueños infantiles… Mas, con el devenir de los años, al evocar aquellos tiernos momentos, reviven y justifica esta exaltación poética que vivo. Fueron otros tiempos y pese a ello, han quedado muy atrás, pero sin olvidarlos. Hoy todo es distinto, aunque el paisaje sea el mismo; yo si he cambiado, y hasta me siento más sensible y observador. No desaprovecho ocasión alguna, ya no queda tanto tiempo disponible…


Al llegar arriba y poner pie en tierra firme de las Cañadas del Teide, dudé por unos instantes donde estaba. Como si aquel fuera otro lugar, más bello y silencioso. La solemnidad del momento fue un ceremonial confuso, no sabría dilucidar el encuentro… Aquello era otro mundo, una aparición que embriagaba y nos transportaba, como al nostálgico poeta, a un orbe de ensueños y a merced de tal fascinación, los sentidos cedían… No hallé palabras para expresar mi ebriedad emocional, sólo pude mirar al cielo y exclamar: ¡Señor, a Ti, qué cerca me siento!, donde debe comenzar el verdadero camino, siguiendo la sinuosa verticalidad de nuestro Teide. Hay que estar en esa espectacular altura para poder sentir el vértigo de la extrema emoción. Dejemos libre la imaginación – incansable viajera – y trotando como corcel enamorado de sus atractivas lomadas, perderse en esa abundante y fantástica proyección; y acariciar tanta lava reflectora bajo la luz del sol, hoy testigo excepcional de la erosión primaria del entorno volcánico.


Los erguidos y hermosos tajinastes brotaron en esta ocasión con vigoroso impulso en el agreste suelo, como la misma ilusión brota, a veces, inesperadamente. Por momentos, hasta pensé si estaban de fiesta, porque todos lucían como en los sueños y daban al lugar la nota más evidente de la creatividad de la Naturaleza, siempre desafiante e irresistiblemente apuesta.


El Teide, desde este incomparable lugar, con majestuoso celo y aparente calma, nos mira en silencio y su apacible postura estremece mientras vigila su entorno con indiscutible elegancia... Lo armoniza todo a su alrededor y hasta llega a tranquilizarnos si le vemos con devoción, ante la soledad que nos transmite.


Por unos instantes llegué a pensar que allí, a sus pies, acababa todo y a la vez comenzaba todo, que mi alma se iba transformando y mis fuerzas cediendo ante tanta belleza, porque estaba despertando del letargo de mi venial ignorancia. Allí estaba gran parte de la verdadera belleza espiritual, más cerca de Dios, en las alturas de nuestras cumbres, bajo el cielo azul y envuelto en el más dulce y placentero silencio.


Como el ave que goza de su entera libertad y puede remontar su vuelo hasta alcanzar la más remota cima…


Celestino González Herreros, 13 de noviembre de 2.007

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