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Cuantas veces contemplo y leo el libro de Jacobo Borges titulado "La Montaña y su Tiempo", editado por PDVSA (Petróleos de Venezuela S.A.) en Noviembre de 1.979 y que llegó a mis manos en diciembre del año 1.994, obsequio de mi ilustre amigo Gregorio Llanos Abreu, portuense de pro, residente en Venezuela hasta su fallecimiento ocurrido en Caracas hace unos pocos años, descubro una vez más, la influencia y movilidad del tiempo que jamás se detiene, pasa de largo…Y que, La Montaña sigue donde mismo, es inamovible, en cambio nosotros somos los objetos que le rodean, avejentamos y morimos, nos ausentamos… ya bastantes años, mucho más me atrae su delicioso contenido.
Jacobo Borges es un renombrado filósofo, un artista caraqueño que sorprende por su polifacética personalidad y por su forma singular de expresarse, que lo hace muy acertadamente, como cronista, poeta nato y pintor excelente; todo lo cual mezcla apasionadamente; hace una exposición leal de su talento de forma amena por lo interesante de sus elocuentes manifestaciones. Su filosofía ecológica y su tranquila espiritualidad le caracterizan más como un genial pintor que comparte suspicaz imaginación con los acontecimientos reales ocurridos en todos los tiempos, desde el ayer nostálgico hasta el presente revolucionario de estos días que vivimos. Viendo cómo se van transformando los elementos de nuestro entorno de forma brutal y dramática. Cómo va exterminándose, rompiéndose, la armonía ecológica y el hábitat natural existente.
En "La Montaña y el Tiempo" se pone de manifiesto, con fluidez literaria increíble, la constante preocupación de su autor viendo morir la emblemática y tranquila ciudad de Caracas, cuna y valle de los sueños del Gran Libertador, hoy convertida en un amasijo de cemento armado, congestionada por los automóviles y ahogada por los humos de las grandes empresas contaminando su ambiente. J. Borges trata, y de hecho lo consigue magistralmente, a través de sus dibujos excepcionales, llevarnos a su mundo poético, y dejándonos vagar libremente por los distintos lugares de sus composiciones artísticas que van aflorando en sus encantadoras páginas y hace que sintamos sus propias inquietudes encerradas adentro de su alma... Desde la ciudad caminamos hacia “La Montaña” y desde ésta volvemos a retroceder llamados por el natural apego sentimental. En la ciudad, creemos, está todo lo nuestro y en su busca vamos, a pesar de su inhóspita habitabilidad, (¿?) ya que nos duele renunciar a ella definitivamente. De todas formas, las ciudades morirán y volverán a renacer otras que serán estructuralmente distintas y el hombre acabará adaptándose a esas nuevas formas hasta que ya no pueda moverse nadie, ni los automóviles ni las personas; y la fantasía creativa del ser humano haga ciudades y avenidas flotantes para que quepamos todos; esto es una utopía, como pueden suponerse.
Aún quedan espacios realmente encantadores que podrían ser conservados como una necesidad vital, igual como ocurre en nuestras Islas Canarias. La Humanidad sólo necesita tener conciencia del problema que se nos avecina y manifestarse en consecuencia. Que no lo vamos a sufrir, a priori, nuestras generaciones presentes, puede ser, pero las que vengan lo van a tener muy feo; maldecirán la irresponsabilidad de aquellos que bien pudieron evitarlo a tiempo. ¡Nosotros!
Traslademos nuestros ánimos hacia la vieja Caracas, la que fuera inviolable y no sucumbió nunca ante la moderna urbe metropolitana, y se mantuvo en su esencia colonial y criollísima, en consideración y respeto hacia su pasado grandioso. Son vestigios que perduran en casi toda Latino América, a pesar de los tristes episodios de las intrigas políticas. Se ve en sus calles, cuando visitamos cualquiera de esos lindos países; en las plazas públicas e iglesias se advierte y hasta en el silencio de sus parques nacionales, en su crisol ornamental; y en las apetencias sociológicas de sus gentes. Yo creo que en todo lo que ahí existe hay un acento inconfundible de hispanidad. El sentimiento canario se destaca en cada reflejo hispánico, culmina con la adopción recíproca de nuestras costumbres. Damos, pues, el ejemplo más contundente de solidaridad cívico social integrándonos mutuamente en los problemas que nos aquejan. Con añoranza se recuerdan gestas perecederas y ese pasado clamoroso nunca muere en sus tradiciones.
Siempre que tuve oportunidad, allá, hablaba con las gentes mayores, y oír sus relatos era como estar compartiendo pretéritas vivencias de mi tierra guanche. Sus comentarios me transportaban a nuestros pequeños pueblos, a nuestros campos y existía esa paridad de usos y modos, y hasta de sentimiento familiar, pues pude comprobarlo en muchísimas ocasiones, de tal modo que a veces me olvidaba que estaba tan lejos de casa; todo me parecía íntimo, sólo que Venezuela era más grande y prometedora, era esa noble tierra que no interfirió nunca en nuestras ambiciones, dejándonos libres el camino para que eligiéramos nuestro nuevo destino; y que tampoco deseábamos culpar de nuestras contrariedades y fracasos a nadie. Venezuela nada nos dio regalado, allí se trabajaba duramente, tampoco nos quitó (léase en el pasado) lo que fuera ganado con nuestra sacrificada entrega y con nuestra probada honradez. Paradójicamente, antes se vivía mejor, más libremente, (demasiado, diría yo) quizás esa sea la causa de su estacionado progreso y profunda crisis económica. Pese a ello, es asombroso lo que ha evolucionado en las tres o cuatro últimas décadas, es increíblemente espectacular. Pero aún se sigue conservando buena parte de la vieja Caracas y viene a corroborar lo que digo si nos acercamos por San José, La Pastora, Altagracia, etc., eso por ahí, pero hay lugares aún reconocibles por otras zonas que nos hablan de aquel pasado romántico.
Entonces, Caracas estaba rodeada de un verde natural majestuoso. Recuerdo ver toda la parte del Este con su atractivo natural; aquello era un sueño: Chacao, Chacaíto, la mayor parte de Sabana Grande y mucho más allá de su perímetro, el cual parecía que fuera interminable. Su grandiosidad daba la impresión de sentirse uno inmerso, por su abundante vegetación, en una selva infranqueable. Me gustaba recorrer todos esos lugares por lo ameno de su flora y fauna. Siguiendo sus caminos vecinales, muchos de ellos que se perdían en la espesura de su follaje, a veces me hacían retroceder buscando otros más fáciles. Las quebradas eran de un exotismo tal, que inspiraban toda clase de fantasías, y me satisfacía irresistiblemente. Sus arboledas y matojos autóctonos, formaban como una sinfonía de luz y color bajo el sol radiante del tropical entorno. Sin recurrir al engaño, debo añadir, que los frutales abundaban por doquiera: manglares, palmeras datileras y cocoteros, naranjos, aguacateros, matas de lechosa (papayas), chirimoyas, etc. Ya no digo más por que no acabaría, lo que sí añado es que todo eso era en tierra de nadie y patrimonio de todos. Los cañaverales y los juncos al borde de las quebradas y barrancos me extasiaban de tal forma que mi admiración se transformaba en un sentimiento leal, posesivo y a la vez poético; sentía como una pasión irrefrenable que me obligaba a identificarme con sus encantos.
Ya dentro de los núcleos poblados, sus caminos y calles eran otra clase de escaparate; se sentía el palpitar de la vida en cada una de sus modestas manifestaciones urbanas. Las clásicas bodeguitas (lo que en Canarias llamamos ventas o pulperías), mayormente atendidas por isleños, exponían la fruta más apetitosa, y del marco de las puertas colgaban habitualmente el plátano maduro y los cambures del lugar. Lo más rústico imaginable, cajas de madera sobre cajas y muy reducido el espacio, se atendía a la clientela con esmero y cariño. No faltaban los botiquines (bares) haciendo sonar su música criolla, colombiana o mejicana. Las tiendas y quincallas tenían de todo lo que hubiera, claro está. Y así caminaba uno por los poblados como si de siempre conocieras a esa singular gente. Mas, después de disfrutar de esa esencia étnica criolla de un valor indiscutible, cuando llegabas a la masificación de la Capital en sus zonas adyacentes, se notaba una gran diferencia; no es que fuera menos grata, ya estábamos involucrados en lo más sensacional, donde el consumismo impera notoriamente. Se veían edificaciones impresionantes; claro está, no había tanto verdor, lo habían arrancado para completar el gran progreso que sólo estaba comenzando. Arrasaban con todo lo que se les pusiera delante. Los grandes monopolios extranjeros afilaron bien sus garras y aquello era imparable, escalofriante. Las máquinas no descansaban, de día y de noche arremetían contra el ecosistema, se construyeron edificios, puentes, avenidas, grandes túneles de enlace y viviendas convencionales para los obreros. Las zonas más bellas fueron barridas y las gandolas y camiones tampoco paraban su ritmo acelerado. Hubo trabajo para muchísimas gentes, todo el mundo era feliz, al menos el que buscaba trabajo algo conseguía, si no era así, al momento cabía la esperanza de que fuera al siguiente día, pero con todo, estaban ciegos, los gobiernos no entendieron nunca que había que respetar a la Naturaleza, no ser tan egoístas y devastadores. En realidad, de lo que se trataba era de enriquecerse unos cuantos sin preocuparles el terrible daño que hacían al ecosistema. Caracas, por esa sinrazón, es hoy una ciudad inhóspita, artificialmente encantadora e impresionante, pero no nos engañemos, no vayamos a idealizarla creyéndola aún prometedora de felicidad, la han destruido miserablemente. No diría lo mismo si las cosas no hubieran llegado a donde están, ni comprendería tan bien a Jacobo Borges a través de su Obra, si no hubiera despertado en mi conciencia este sentimiento de rebeldía contra los inculpados que han atentado siempre contra la madre Naturaleza sin el más mínimo pudor, bien sea por ignorancia o ineficacia política asociada a sus sentimientos personales. Temo que ocurra lo mismo con nuestras Islas Canarias.
En estos absortos momentos, estoy en la duda de si el literato y poeta Jacobo Borges, siendo un objeto más del Tiempo que nos acompaña, sigue al pié de la Montaña o se fue con los demás objetos a distintas latitudes a dibujar el presente de algún otro interesante cerro, aunque nunca habrá otro tan bello y hermoso como la Montaña del Ávila de Caracas.
Celestino González Herreros
http://www.celestinogh.blogspot.com
Jacobo Borges es un renombrado filósofo, un artista caraqueño que sorprende por su polifacética personalidad y por su forma singular de expresarse, que lo hace muy acertadamente, como cronista, poeta nato y pintor excelente; todo lo cual mezcla apasionadamente; hace una exposición leal de su talento de forma amena por lo interesante de sus elocuentes manifestaciones. Su filosofía ecológica y su tranquila espiritualidad le caracterizan más como un genial pintor que comparte suspicaz imaginación con los acontecimientos reales ocurridos en todos los tiempos, desde el ayer nostálgico hasta el presente revolucionario de estos días que vivimos. Viendo cómo se van transformando los elementos de nuestro entorno de forma brutal y dramática. Cómo va exterminándose, rompiéndose, la armonía ecológica y el hábitat natural existente.
En "La Montaña y el Tiempo" se pone de manifiesto, con fluidez literaria increíble, la constante preocupación de su autor viendo morir la emblemática y tranquila ciudad de Caracas, cuna y valle de los sueños del Gran Libertador, hoy convertida en un amasijo de cemento armado, congestionada por los automóviles y ahogada por los humos de las grandes empresas contaminando su ambiente. J. Borges trata, y de hecho lo consigue magistralmente, a través de sus dibujos excepcionales, llevarnos a su mundo poético, y dejándonos vagar libremente por los distintos lugares de sus composiciones artísticas que van aflorando en sus encantadoras páginas y hace que sintamos sus propias inquietudes encerradas adentro de su alma... Desde la ciudad caminamos hacia “La Montaña” y desde ésta volvemos a retroceder llamados por el natural apego sentimental. En la ciudad, creemos, está todo lo nuestro y en su busca vamos, a pesar de su inhóspita habitabilidad, (¿?) ya que nos duele renunciar a ella definitivamente. De todas formas, las ciudades morirán y volverán a renacer otras que serán estructuralmente distintas y el hombre acabará adaptándose a esas nuevas formas hasta que ya no pueda moverse nadie, ni los automóviles ni las personas; y la fantasía creativa del ser humano haga ciudades y avenidas flotantes para que quepamos todos; esto es una utopía, como pueden suponerse.
Aún quedan espacios realmente encantadores que podrían ser conservados como una necesidad vital, igual como ocurre en nuestras Islas Canarias. La Humanidad sólo necesita tener conciencia del problema que se nos avecina y manifestarse en consecuencia. Que no lo vamos a sufrir, a priori, nuestras generaciones presentes, puede ser, pero las que vengan lo van a tener muy feo; maldecirán la irresponsabilidad de aquellos que bien pudieron evitarlo a tiempo. ¡Nosotros!
Traslademos nuestros ánimos hacia la vieja Caracas, la que fuera inviolable y no sucumbió nunca ante la moderna urbe metropolitana, y se mantuvo en su esencia colonial y criollísima, en consideración y respeto hacia su pasado grandioso. Son vestigios que perduran en casi toda Latino América, a pesar de los tristes episodios de las intrigas políticas. Se ve en sus calles, cuando visitamos cualquiera de esos lindos países; en las plazas públicas e iglesias se advierte y hasta en el silencio de sus parques nacionales, en su crisol ornamental; y en las apetencias sociológicas de sus gentes. Yo creo que en todo lo que ahí existe hay un acento inconfundible de hispanidad. El sentimiento canario se destaca en cada reflejo hispánico, culmina con la adopción recíproca de nuestras costumbres. Damos, pues, el ejemplo más contundente de solidaridad cívico social integrándonos mutuamente en los problemas que nos aquejan. Con añoranza se recuerdan gestas perecederas y ese pasado clamoroso nunca muere en sus tradiciones.
Siempre que tuve oportunidad, allá, hablaba con las gentes mayores, y oír sus relatos era como estar compartiendo pretéritas vivencias de mi tierra guanche. Sus comentarios me transportaban a nuestros pequeños pueblos, a nuestros campos y existía esa paridad de usos y modos, y hasta de sentimiento familiar, pues pude comprobarlo en muchísimas ocasiones, de tal modo que a veces me olvidaba que estaba tan lejos de casa; todo me parecía íntimo, sólo que Venezuela era más grande y prometedora, era esa noble tierra que no interfirió nunca en nuestras ambiciones, dejándonos libres el camino para que eligiéramos nuestro nuevo destino; y que tampoco deseábamos culpar de nuestras contrariedades y fracasos a nadie. Venezuela nada nos dio regalado, allí se trabajaba duramente, tampoco nos quitó (léase en el pasado) lo que fuera ganado con nuestra sacrificada entrega y con nuestra probada honradez. Paradójicamente, antes se vivía mejor, más libremente, (demasiado, diría yo) quizás esa sea la causa de su estacionado progreso y profunda crisis económica. Pese a ello, es asombroso lo que ha evolucionado en las tres o cuatro últimas décadas, es increíblemente espectacular. Pero aún se sigue conservando buena parte de la vieja Caracas y viene a corroborar lo que digo si nos acercamos por San José, La Pastora, Altagracia, etc., eso por ahí, pero hay lugares aún reconocibles por otras zonas que nos hablan de aquel pasado romántico.
Entonces, Caracas estaba rodeada de un verde natural majestuoso. Recuerdo ver toda la parte del Este con su atractivo natural; aquello era un sueño: Chacao, Chacaíto, la mayor parte de Sabana Grande y mucho más allá de su perímetro, el cual parecía que fuera interminable. Su grandiosidad daba la impresión de sentirse uno inmerso, por su abundante vegetación, en una selva infranqueable. Me gustaba recorrer todos esos lugares por lo ameno de su flora y fauna. Siguiendo sus caminos vecinales, muchos de ellos que se perdían en la espesura de su follaje, a veces me hacían retroceder buscando otros más fáciles. Las quebradas eran de un exotismo tal, que inspiraban toda clase de fantasías, y me satisfacía irresistiblemente. Sus arboledas y matojos autóctonos, formaban como una sinfonía de luz y color bajo el sol radiante del tropical entorno. Sin recurrir al engaño, debo añadir, que los frutales abundaban por doquiera: manglares, palmeras datileras y cocoteros, naranjos, aguacateros, matas de lechosa (papayas), chirimoyas, etc. Ya no digo más por que no acabaría, lo que sí añado es que todo eso era en tierra de nadie y patrimonio de todos. Los cañaverales y los juncos al borde de las quebradas y barrancos me extasiaban de tal forma que mi admiración se transformaba en un sentimiento leal, posesivo y a la vez poético; sentía como una pasión irrefrenable que me obligaba a identificarme con sus encantos.
Ya dentro de los núcleos poblados, sus caminos y calles eran otra clase de escaparate; se sentía el palpitar de la vida en cada una de sus modestas manifestaciones urbanas. Las clásicas bodeguitas (lo que en Canarias llamamos ventas o pulperías), mayormente atendidas por isleños, exponían la fruta más apetitosa, y del marco de las puertas colgaban habitualmente el plátano maduro y los cambures del lugar. Lo más rústico imaginable, cajas de madera sobre cajas y muy reducido el espacio, se atendía a la clientela con esmero y cariño. No faltaban los botiquines (bares) haciendo sonar su música criolla, colombiana o mejicana. Las tiendas y quincallas tenían de todo lo que hubiera, claro está. Y así caminaba uno por los poblados como si de siempre conocieras a esa singular gente. Mas, después de disfrutar de esa esencia étnica criolla de un valor indiscutible, cuando llegabas a la masificación de la Capital en sus zonas adyacentes, se notaba una gran diferencia; no es que fuera menos grata, ya estábamos involucrados en lo más sensacional, donde el consumismo impera notoriamente. Se veían edificaciones impresionantes; claro está, no había tanto verdor, lo habían arrancado para completar el gran progreso que sólo estaba comenzando. Arrasaban con todo lo que se les pusiera delante. Los grandes monopolios extranjeros afilaron bien sus garras y aquello era imparable, escalofriante. Las máquinas no descansaban, de día y de noche arremetían contra el ecosistema, se construyeron edificios, puentes, avenidas, grandes túneles de enlace y viviendas convencionales para los obreros. Las zonas más bellas fueron barridas y las gandolas y camiones tampoco paraban su ritmo acelerado. Hubo trabajo para muchísimas gentes, todo el mundo era feliz, al menos el que buscaba trabajo algo conseguía, si no era así, al momento cabía la esperanza de que fuera al siguiente día, pero con todo, estaban ciegos, los gobiernos no entendieron nunca que había que respetar a la Naturaleza, no ser tan egoístas y devastadores. En realidad, de lo que se trataba era de enriquecerse unos cuantos sin preocuparles el terrible daño que hacían al ecosistema. Caracas, por esa sinrazón, es hoy una ciudad inhóspita, artificialmente encantadora e impresionante, pero no nos engañemos, no vayamos a idealizarla creyéndola aún prometedora de felicidad, la han destruido miserablemente. No diría lo mismo si las cosas no hubieran llegado a donde están, ni comprendería tan bien a Jacobo Borges a través de su Obra, si no hubiera despertado en mi conciencia este sentimiento de rebeldía contra los inculpados que han atentado siempre contra la madre Naturaleza sin el más mínimo pudor, bien sea por ignorancia o ineficacia política asociada a sus sentimientos personales. Temo que ocurra lo mismo con nuestras Islas Canarias.
En estos absortos momentos, estoy en la duda de si el literato y poeta Jacobo Borges, siendo un objeto más del Tiempo que nos acompaña, sigue al pié de la Montaña o se fue con los demás objetos a distintas latitudes a dibujar el presente de algún otro interesante cerro, aunque nunca habrá otro tan bello y hermoso como la Montaña del Ávila de Caracas.
Celestino González Herreros
http://www.celestinogh.blogspot.com
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