Tocado con un sombrero de paja y los libros de texto bajo el brazo, acostumbraba a ir a la playa de Martiánez y subía a la Fuente, en el soberbio acantilado, a estudiar... Desde arriba y al amparo de la sombra, me acomodaba lo mejor posible, en alguna de las cuevas, pasando el tiempo sin que nadie me molestara. A veces iba solo o acompañado de algunos amigos de estudios. Abajo estaba la playa, las grandes extensiones de plataneras a cada lado del barranco, paralelamente al Paseo de las Palmeras. Más allá, aquel Puerto de la Cruz. Sus calles empedradas y las casitas terreras, y algunas casonas, no pocas, que, lejos de romper la armonía arquitectónica del entorno, le daban al Puerto un sello de distinción. Lo poco que nos queda debiéramos conservarlo, siquiera para cuando conversemos con nuestros descendientes y los hijos de estos, podamos indicarles, como referencia de partida, tantas leyendas y la pequeña historia, pero amena, de nuestros rincones y los caminos que nos conducían hacia ellos. Las casitas enjalbegadas de blanco, los tejados rojos, las brisas marinas, callejones pintorescos y solitarios... Todas las cosas del pueblo marinero, agrícola y comercial, hoy ciudad turística. Muy bonita e importante, pero a mí no me convence tanto como mi viejo Puerto de la Cruz.
Aquella sana costumbre de encontrarnos en la Plaza del Charco, dando vueltas sin cesar, en uno y otro sentido, para ver caras distintas; o llevados por el deseo de hallar lo que en realidad buscábamos. Yo he pensado que nunca fue el Puerto de la Cruz tan sociable. Se mantenía un orden cívico envidiable. Era tal el ambiente, con aquellos conciertos de música, los jueves y los domingos. Venían gentes de todas partes y lo pasábamos muy bien. Las calles que confluyen con la hermosa Plaza, eran ríos humanos en busca del vaso de buen vino y el taperío de aquellas famosas casas de comida. Los partidos de fútbol eran el plato fuerte. Los bailes del entrañable Circulo Iriarte y los “baños turcos” del Cinema Olímpica, nos mantenían ilusionados, muchos de nosotros ni nos dábamos cuenta de la lucha que libraban nuestros progenitores para que no nos faltara lo elemental. Como si estuviera todo hecho de manera que, no pensáramos en otra cosa que distraernos. Con cuatro perras en el bolsillo éramos felices. ¿Quién no recuerda los bancos de piedra, sin espaldar? Aún así, si estábamos bien acompañados, tampoco nos enterábamos, sólo cuando uno se levantaba, parecía que tuviera las posaderas de cartón. Los de madera eran otra cosa, parecían un nidito de amor... Lo más triste era cuando se acercaba la hora de recogerse, pero también era agradable acompañar a la “socia” hasta la esquina más próxima a su casa... La legendaria ñamera de la Pila, cuando cruzo la Plaza, me dice tanto... Cuántos secretos de amor sabe de todos nosotros! Testigo de falsas promesas que nunca se cumplieron y de otras que sí se realizaron. La Plaza era el centro neurálgico de aquellas generaciones, el lugar preferido por todos, aireado siempre por las suaves brisas del mar. Cuántas veces, uno acababa en el muelle, contemplado la luz de las débiles farolas reflejada en las movedizas aguas, cuando no acudían a la cita... Cuántas veces, sin poder conciliar el sueño, oíamos el golpe de la campana de la Iglesia, señalando las horas que iban pasando, pensando en ella. Qué bello es recordar todas esas cosas, y que, aunque estén muy lejos, podamos alcanzarlas con la evocación y vivirlas nuevamente sin que por ello se empañe nuestro presente; aquella inocencia y aquel civismo sólo puede repetirse en nuestros sueños. Ya ni las gentes son los mismos, todos hemos cambiado, no hemos podido quedarnos atrás, hemos sido obligados a caminar al mismo ritmo que anda el progreso; y habremos, también, contribuido a la destrucción de nuestros patrimonios, usos y costumbres; y sólo nos acordamos del daño que hemos ocasionado, cuando evocamos todo aquello que perdimos sin darnos cuenta de ello. Serán irrepetibles aquellos valores con los cuales nos identificábamos los canarios y eso debe entristecernos.
Puerto de la Cruz. Tenerife. 18 Sept. 1.998
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