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La misma Naturaleza nos condiciona cuando nos inclinamos con vocación hacia las corrientes artísticas en sus distintas vertientes. Nos dejamos influenciar por ese atractivo misticismo y cuantas seducciones más que nos asaltan oníricamente, cual si fuéramos llevados de la mano a esos causes emotivos de la inspiración poética, cómplices de nuestra sensibilidad. Y a tal grado llegan nuestras vocaciones que a la vez somos pintores, poetas, rapsodas y escritores. Es tal la vocación con la que nos identificamos, como el ancho océano cuyas aguas nos mecen y nos deparan los distintos espacios donde navegamos resueltamente y nos sentimos acogidos y realizados.
Es el caso de Leoncio w. Estévez hombre polifacético, un orotavence desenvuelto y equilibrado del que podrían escribirse miles de páginas y no acabaríamos de confeccionar la historia de su vida, quienes le conozcan bien.
Médico disciplinado e inteligente, sumamente humano y decidido. Poeta, pintor, escritor y gran conversador…
Casualmente, después de tanto tiempo sin vernos, coincidimos en el Salón de Arte de las oficinas de Correos en Puerto de la Cruz, donde estaba exponiendo una interesante colección de pinturas magistralmente realizadas, donde juega con nuestra mar inquieta y a la vez seductora, dejándonos después de detenida contemplación la sensación de un espíritu inquieto y del deseo de desafiarle rompiendo sus encrespadas olas…
Al mismo tiempo estaba mostrándonos un bello poemario autodidáctico suyo, que podemos hallarlo en las principales Librerías de la Isla.
Al amigo Leoncio Estévez le conozco hace muchos años, ambos trabajando en Venezuela, cada cual en lo suyo, él dirigiendo una Medicatura Rural, yo en Sanidad también, en los Servicios de Dermatología Sanitaria. Alguna vez coincidimos en el Estado Lara. Me lo presentó el portuense, recordado y añorado Dr. Felipe Hernández Hernández, ambos viejos amigos. De ahí nació nuestra amistad. Y como ocurre cuando uno está lejos del terruño amado, los paisanos nos buscábamos a veces.
Recuerdo que yo vivía en la Urbanización “Antonio José de Sucre”, en Barquisimeto, en un edificio de cinco platas concertado con el Banco Obrero de Venezuela. En un quinto piso vivía yo, y la ventana del comedor estaba orientada hacia el Campo de fútbol, a muy poca distancia y se veía completito los distintos enfrentamientos deportivos.
Había anunciado un partido entre un equipo italiano frente a otro equipo compuesto de puros canarios. En la Capital hubo gran expectación, pero nosotros, mi esposa y yo, ese día estábamos atravesando el más triste de los momentos. El primer hijo, apenas de unos meses de nacido, sufría una gastroenteritis rebelde, los médicos del Hospital Vargas, donde me lo estaban tratando no nos dieron esperanzas, que nos lo lleváramos a casa, que lo sentían mucho… Imagínense en qué condiciones estábamos, entonces éramos muy jóvenes, rotas todas nuestras ilusiones, sólo esperando…
Entonces sonaron en la puerta de entrada unos golpes inesperados y fui a ver de quién se trataba. Era el amigo Leoncio w. Estévez, acompañado de un campesino, deducción que hice al ver su vestimenta, ambos vestidos muy despreocupadamente y medio despeinados, con una botella de ron en una de las manos. Ay, le dije, perdóname Leoncio, mi situación actual no me permite… Después de explicarle qué sucedía, se puso serio, miró al niño y me dijo: Toma algo de dinero y vayamos la farmacia de guardia más cercana, rápido, está deshidratado… Para abreviar, compró lo que buscábamos, sueros, incluidos para inyectar y beber… De esto hace ya más de cuarenta años. Ya sé, hoy sería distinto. Lo sorprendente fue que nos aseguró que antes que comenzara el partido de fútbol el niño estaría recuperado. Fue así, gateando por todo el salón… ¡Bendita sea la hora que este amigo apareció por casa! Nunca me supo más un trago de ron como el que me tomé en esos instantes. Lo estoy escribiendo y me emociono sin poder evitarlo.
En el comedor nos acomodamos como pudimos y vimos el partido completo. Por supuesto, íbamos ganando los canarios. Pero todavía falta más, no recuerdo cual fue la razón, sería algún descuido del árbitro, lo cierto es que los veinte y dos jugadores más los suplentes se agarraron a la piña y el partido tuvo que suspenderse, la policía barrió…
Del amigo Leoncio Estévez podría escribir un libro. Un día, acompañados por Felipe Hernández, fuimos a su casa y aquello era digno de mención. La casa estaba llena de cuadros, hasta en el suelo habían algunos parados, los otros colgados. Sin darle importancia a tantas obras de arte suyas, nos dijo de pronto: Tengo una cabra en la nevera, que se la habían regalado unos amigos de un enfermo recuperado por él. También era Jefe de la Maternidad, y muy bueno, por cierto. Las gentes del lugar lo querían mucho.
Ahora vive en Puerto de la Cruz. De verdad, me alegró mucho volver a verle. Lo primero que hizo cuando me vio fue preguntar por mi hijo.
La misma Naturaleza nos condiciona cuando nos inclinamos con vocación hacia las corrientes artísticas en sus distintas vertientes. Nos dejamos influenciar por ese atractivo misticismo y cuantas seducciones más que nos asaltan oníricamente, cual si fuéramos llevados de la mano a esos causes emotivos de la inspiración poética, cómplices de nuestra sensibilidad. Y a tal grado llegan nuestras vocaciones que a la vez somos pintores, poetas, rapsodas y escritores. Es tal la vocación con la que nos identificamos, como el ancho océano cuyas aguas nos mecen y nos deparan los distintos espacios donde navegamos resueltamente y nos sentimos acogidos y realizados.
Es el caso de Leoncio w. Estévez hombre polifacético, un orotavence desenvuelto y equilibrado del que podrían escribirse miles de páginas y no acabaríamos de confeccionar la historia de su vida, quienes le conozcan bien.
Médico disciplinado e inteligente, sumamente humano y decidido. Poeta, pintor, escritor y gran conversador…
Casualmente, después de tanto tiempo sin vernos, coincidimos en el Salón de Arte de las oficinas de Correos en Puerto de la Cruz, donde estaba exponiendo una interesante colección de pinturas magistralmente realizadas, donde juega con nuestra mar inquieta y a la vez seductora, dejándonos después de detenida contemplación la sensación de un espíritu inquieto y del deseo de desafiarle rompiendo sus encrespadas olas…
Al mismo tiempo estaba mostrándonos un bello poemario autodidáctico suyo, que podemos hallarlo en las principales Librerías de la Isla.
Al amigo Leoncio Estévez le conozco hace muchos años, ambos trabajando en Venezuela, cada cual en lo suyo, él dirigiendo una Medicatura Rural, yo en Sanidad también, en los Servicios de Dermatología Sanitaria. Alguna vez coincidimos en el Estado Lara. Me lo presentó el portuense, recordado y añorado Dr. Felipe Hernández Hernández, ambos viejos amigos. De ahí nació nuestra amistad. Y como ocurre cuando uno está lejos del terruño amado, los paisanos nos buscábamos a veces.
Recuerdo que yo vivía en la Urbanización “Antonio José de Sucre”, en Barquisimeto, en un edificio de cinco platas concertado con el Banco Obrero de Venezuela. En un quinto piso vivía yo, y la ventana del comedor estaba orientada hacia el Campo de fútbol, a muy poca distancia y se veía completito los distintos enfrentamientos deportivos.
Había anunciado un partido entre un equipo italiano frente a otro equipo compuesto de puros canarios. En la Capital hubo gran expectación, pero nosotros, mi esposa y yo, ese día estábamos atravesando el más triste de los momentos. El primer hijo, apenas de unos meses de nacido, sufría una gastroenteritis rebelde, los médicos del Hospital Vargas, donde me lo estaban tratando no nos dieron esperanzas, que nos lo lleváramos a casa, que lo sentían mucho… Imagínense en qué condiciones estábamos, entonces éramos muy jóvenes, rotas todas nuestras ilusiones, sólo esperando…
Entonces sonaron en la puerta de entrada unos golpes inesperados y fui a ver de quién se trataba. Era el amigo Leoncio w. Estévez, acompañado de un campesino, deducción que hice al ver su vestimenta, ambos vestidos muy despreocupadamente y medio despeinados, con una botella de ron en una de las manos. Ay, le dije, perdóname Leoncio, mi situación actual no me permite… Después de explicarle qué sucedía, se puso serio, miró al niño y me dijo: Toma algo de dinero y vayamos la farmacia de guardia más cercana, rápido, está deshidratado… Para abreviar, compró lo que buscábamos, sueros, incluidos para inyectar y beber… De esto hace ya más de cuarenta años. Ya sé, hoy sería distinto. Lo sorprendente fue que nos aseguró que antes que comenzara el partido de fútbol el niño estaría recuperado. Fue así, gateando por todo el salón… ¡Bendita sea la hora que este amigo apareció por casa! Nunca me supo más un trago de ron como el que me tomé en esos instantes. Lo estoy escribiendo y me emociono sin poder evitarlo.
En el comedor nos acomodamos como pudimos y vimos el partido completo. Por supuesto, íbamos ganando los canarios. Pero todavía falta más, no recuerdo cual fue la razón, sería algún descuido del árbitro, lo cierto es que los veinte y dos jugadores más los suplentes se agarraron a la piña y el partido tuvo que suspenderse, la policía barrió…
Del amigo Leoncio Estévez podría escribir un libro. Un día, acompañados por Felipe Hernández, fuimos a su casa y aquello era digno de mención. La casa estaba llena de cuadros, hasta en el suelo habían algunos parados, los otros colgados. Sin darle importancia a tantas obras de arte suyas, nos dijo de pronto: Tengo una cabra en la nevera, que se la habían regalado unos amigos de un enfermo recuperado por él. También era Jefe de la Maternidad, y muy bueno, por cierto. Las gentes del lugar lo querían mucho.
Ahora vive en Puerto de la Cruz. De verdad, me alegró mucho volver a verle. Lo primero que hizo cuando me vio fue preguntar por mi hijo.
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