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El azul nítido del cielo ya comienza, a cubrirse en la zona oriental, sobre la cordillera. Las nubes blancas y grises color pizarra, con amplios claros de tornasoles que resaltan su abundante espesor contrastan entre sí sus naturales colores, semejantes a exóticas visiones. Mas, el azul del cielo aún predomina en la lejanía; detrás de las mágicas formas que van creciendo caprichosamente, que cubrir todo el vacío quieren, mientras va muriendo la tarde. La luz va siendo tenue en el apasionado y singular panorama que fascina a la vez que nos recuerda que ya se acercan los atardeceres tristes de nuestros tristes otoños...
Siempre he observado, con enorme entusiasmo, los movimientos y transformaciones de estos elementos atmosféricos, ello por la diversidad de formas que en su acolchado aspecto nos propinan: caballitos volando; gigantes corriendo amenazadores; lobos bailando, unos, otros aullando; jirafas saltando; y todos los caprichos imaginables que llegan a parecernos casi reales.
De niño, recuerdo que subía a la azotea de la casa de mis padres, para estar ratos largos mirando hacia la montaña, sus sombras y las nubes que las proyectaban; contemplando el espectro celeste, tan limpio y de un azul apacible, que tanto me fascinaba. Esperaba pacientemente ese cortejo de la niebla empujada por los vientos suaves de los alisios que, en determinadas alturas, suelen animar el paso lento de su parsimonioso andar. De cuando en cuando, se agitan e imitan una danza cósmica y se funden en una sola cortina algodonosa y condensada que se disgrega lentamente y cobra formas diferentes, algunas de tétricos parecidos e ilusas figuraciones. Y cuando se están quietas, la danza parece quedar petrificada: los vientos orquestados han detenido el pulso melódico de sus ritmos y al unísono todas oscurecen; el fondo celeste del firmamento va siendo cómplice de la soledad de la noche que ha comenzado en el entorno alejado de la montaña. Y en el poniente, volviendo la mirada hacia ese otro bello paisaje, la línea divisoria entre el mar y el cielo se sonroja con fulgores encendidos de imponente atractivo, una estampa sugerente y hermosa, viendo la atrayente silueta de la isla de La Palma, más nítida y clara que nunca, casi al alcance de mis manos; y la mar serena, pincelada otrora de un rojo amarillo luminiscente, que se va desvaneciendo sin perder por ello encanto alguno de su poética presencia, cierto es, me cautiva irresistiblemente.
Quiero ver morir la tarde, hasta que lleguen las tinieblas a mi balcón, mientras la ciudad se agita como siempre, alegre y bullanguera.
El contraste es digno de mención. Ya el rojo -sol de los muertos- va languideciendo lentamente y se pueden ver resurgiendo, abundantes velos teñidos de un naranja débil, que agoniza en la distancia, sobre la mar fulgente. Aparecen de súbito, unos nubarrones renegridos que se precipitan torvos sobre los últimos claros... Que se deslizan majestuosos, como queriendo suprimir los agónicos suspiros de la tarde, sombreando las desteñidas rieladas de la mar sumisa y quieta, adormecida con calma senil; y el encanto de La Palma, que se ve allende en el horizonte, isla perfilada entre los resplandores del ocaso, vivo aún, desvaneciéndose poco a poco ante mis ojos, obnubilando los perfiles poéticos que me han inspirado tanto, haciéndome partícipe de la soledad de la noche.
Muchas son las horas superadas en el tiempo, buscando que la ilusión se materialice cuando soñamos; y pocos los momentos renunciando al encuentro, pues ya buscamos la materia de la vida en esos sueños... Si a veces erramos en ese intento, porque fueron motivos imposibles, bien es verdad, que ignoramos si estamos dentro o fuera, cuando soñamos, en ese mundo maravilloso que tantas veces nos devuelve la verdadera felicidad. Por eso es bueno vivir soñando; y yo sueño, y me cuesta despertar algunas veces.
Las nubes me recuerdan el movimiento de las románticas góndolas, deslizándose en el angosto canal, de la fascinante Venecia, buscando la libertad: otro, un ancho canal donde están implicados los enamorados en las sombras de la noche; y llego a comprender las prisas que llevan, cuando se agolpan entre sí, queriendo ocultar esos sueños en los rincones más íntimos. Como si también tuvieran alma y alas para volar e ir en busca del refugio que los mortales buscamos para no ser vistos y vivir en paz con nosotros mismo. Y poder ver las hojas muertas caer sin piedad en las gélidas tardes de nuestros otoños, como una sentencia que se repite cada año, para recordarnos nuestra efímera existencia, a través de cada otoño que va pasando y atrás tantos gratos recuerdos vamos dejando... Como en el monte las aves y en la campiña, buscando sus nidos de amor. Y aquellas añoradas ilusiones que también se van marchitando...
Celestino González Herreros
http://www.celestinogh.blogspot.com
celestinogh@teleline.es
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El azul nítido del cielo ya comienza, a cubrirse en la zona oriental, sobre la cordillera. Las nubes blancas y grises color pizarra, con amplios claros de tornasoles que resaltan su abundante espesor contrastan entre sí sus naturales colores, semejantes a exóticas visiones. Mas, el azul del cielo aún predomina en la lejanía; detrás de las mágicas formas que van creciendo caprichosamente, que cubrir todo el vacío quieren, mientras va muriendo la tarde. La luz va siendo tenue en el apasionado y singular panorama que fascina a la vez que nos recuerda que ya se acercan los atardeceres tristes de nuestros tristes otoños...
Siempre he observado, con enorme entusiasmo, los movimientos y transformaciones de estos elementos atmosféricos, ello por la diversidad de formas que en su acolchado aspecto nos propinan: caballitos volando; gigantes corriendo amenazadores; lobos bailando, unos, otros aullando; jirafas saltando; y todos los caprichos imaginables que llegan a parecernos casi reales.
De niño, recuerdo que subía a la azotea de la casa de mis padres, para estar ratos largos mirando hacia la montaña, sus sombras y las nubes que las proyectaban; contemplando el espectro celeste, tan limpio y de un azul apacible, que tanto me fascinaba. Esperaba pacientemente ese cortejo de la niebla empujada por los vientos suaves de los alisios que, en determinadas alturas, suelen animar el paso lento de su parsimonioso andar. De cuando en cuando, se agitan e imitan una danza cósmica y se funden en una sola cortina algodonosa y condensada que se disgrega lentamente y cobra formas diferentes, algunas de tétricos parecidos e ilusas figuraciones. Y cuando se están quietas, la danza parece quedar petrificada: los vientos orquestados han detenido el pulso melódico de sus ritmos y al unísono todas oscurecen; el fondo celeste del firmamento va siendo cómplice de la soledad de la noche que ha comenzado en el entorno alejado de la montaña. Y en el poniente, volviendo la mirada hacia ese otro bello paisaje, la línea divisoria entre el mar y el cielo se sonroja con fulgores encendidos de imponente atractivo, una estampa sugerente y hermosa, viendo la atrayente silueta de la isla de La Palma, más nítida y clara que nunca, casi al alcance de mis manos; y la mar serena, pincelada otrora de un rojo amarillo luminiscente, que se va desvaneciendo sin perder por ello encanto alguno de su poética presencia, cierto es, me cautiva irresistiblemente.
Quiero ver morir la tarde, hasta que lleguen las tinieblas a mi balcón, mientras la ciudad se agita como siempre, alegre y bullanguera.
El contraste es digno de mención. Ya el rojo -sol de los muertos- va languideciendo lentamente y se pueden ver resurgiendo, abundantes velos teñidos de un naranja débil, que agoniza en la distancia, sobre la mar fulgente. Aparecen de súbito, unos nubarrones renegridos que se precipitan torvos sobre los últimos claros... Que se deslizan majestuosos, como queriendo suprimir los agónicos suspiros de la tarde, sombreando las desteñidas rieladas de la mar sumisa y quieta, adormecida con calma senil; y el encanto de La Palma, que se ve allende en el horizonte, isla perfilada entre los resplandores del ocaso, vivo aún, desvaneciéndose poco a poco ante mis ojos, obnubilando los perfiles poéticos que me han inspirado tanto, haciéndome partícipe de la soledad de la noche.
Muchas son las horas superadas en el tiempo, buscando que la ilusión se materialice cuando soñamos; y pocos los momentos renunciando al encuentro, pues ya buscamos la materia de la vida en esos sueños... Si a veces erramos en ese intento, porque fueron motivos imposibles, bien es verdad, que ignoramos si estamos dentro o fuera, cuando soñamos, en ese mundo maravilloso que tantas veces nos devuelve la verdadera felicidad. Por eso es bueno vivir soñando; y yo sueño, y me cuesta despertar algunas veces.
Las nubes me recuerdan el movimiento de las románticas góndolas, deslizándose en el angosto canal, de la fascinante Venecia, buscando la libertad: otro, un ancho canal donde están implicados los enamorados en las sombras de la noche; y llego a comprender las prisas que llevan, cuando se agolpan entre sí, queriendo ocultar esos sueños en los rincones más íntimos. Como si también tuvieran alma y alas para volar e ir en busca del refugio que los mortales buscamos para no ser vistos y vivir en paz con nosotros mismo. Y poder ver las hojas muertas caer sin piedad en las gélidas tardes de nuestros otoños, como una sentencia que se repite cada año, para recordarnos nuestra efímera existencia, a través de cada otoño que va pasando y atrás tantos gratos recuerdos vamos dejando... Como en el monte las aves y en la campiña, buscando sus nidos de amor. Y aquellas añoradas ilusiones que también se van marchitando...
Celestino González Herreros
http://www.celestinogh.blogspot.com
celestinogh@teleline.es
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