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Viéndole desfallecer sentí toda su tragedia. Le ví arrastrar con el mayor de los dolores, todo el peso de su pena. Contuve mi rabia e incluso traté de olvidarme, mas, conociéndole, pensé que tal vez no haría mal en acercarme a ella y decirle cualquier cosa que la pudiera animar, que pueda pensar que no estaba tan sola y dónde me podría encontrar. Viéndole como estaba, tan desampara, no podía dejarla así, abandonada a su suerte. Y hoy lo cuento con este valor que no invento. Ya no estará más a mi lado, aunque esté fija en mi mente, traída por los aires insuflados de iras y amores, de recuerdos y tímidos fulgores, casi opacos resplandores de dudosas reflexiones. Si, ya no estará más a mi lado, ¡y la tengo tan presente!
Fue una tarde otoñal. Densos nubarrones acechaban, de un oscuro presagiante, y la brisa fresca nos llegaba de las cumbres, montañas de San Roque que se prolongan hasta Las Mercedes; La Mesa Mota y San Diego del Monte. Sin olvidar el precioso conjunto montañoso de La Esperanza, brisas que bajan hasta la llanura de La Laguna de Agüere, trayendo los perfumes más exóticos, deliciosos y cuya fisonomía de la primera época colonial con sus bellos palacios, sus conventos e iglesias extraordinariamente hermosas, así como sus calles largas y anchas, conserva su grandioso entorno el más puro y tradicional tipo arquitectónico canario. Ciudad episcopal y universitaria -por excelencia y derechos propios-, catedral de nuestra vieja y actual cultura canaria. La Laguna, donde se acentúan sus bellezas naturales y arquitectónicas y el silencio –por suerte- en sus calles ponen una nota de fantasía poética en todo su grácil conjunto. El Camino Largo –antes yo decía: Paseo Largo-, lo recuerdo lleno de charcos de agua cuando caían las primeras lluvias, viendo en ellos reflejadas las siluetas de los árboles más próximos, elegantes y bien nutridos de sabia abundante…. Y las hojas secas, cayendo y volando, como si fueran mariposas de doradas alas. Los muchachos chapoteando sobre el agua estancada de los charcos, con sus botas de agua –no todos las llevaban- y las niñas más afortunadas con sus flamantes bicicletas, disfrutando atravesando el agua, como si quisieran romperla, cual frágil lagunita de cristal con sus pesadas ruedas. Con las manos dentro de los bolsillos del pantalón buscando calor, unos subían, otros bajaban por las empedradas calles hasta La Carrera. En la Plaza del Adelantado se reunían los amigos de estudios a hacer las consultas pertinentes de los temas estudiados en la clase anterior. Y las chicas, sonrientes, se acercaban, preguntaban y se iban, no todas.
Otra vez lloviendo y a correr en busca del portón o zaguán más cercano o bajo el frondoso árbol, los más viejos de esa romántica ciudad lagunera –protectores y amigos- de tantas generaciones ya pasadas y las presentes, del Sol, agua y el viento… ¡Cuántas promesas de amor habrán escuchado en el silencio de la tarde, cuantas escenas románticas habrán presenciado. En sus gruesos troncos recostados galantes y enamorados seductores y bellas damitas hasta los tobillos arropadas, escuchando el rugir del volcán emocionado que le dice cosas muy cerca hasta llegarles al más sensible rincón de su alma. ¡OH, el amor!
Las blancas e inquietas palomas que van a posarse en la torre de la iglesia de la Catedral lagunera, advertidas de la presencia amenazadora del depredador cernícalo que acecha…
Y la perra callejera, caminando calladamente, sin molestar a nadie, por el interior de la acera, casi rozando la pared y las puertas de las casonas, sin mirar a nadie, con el hocico bajo casi rozando el gastado pavimento de la limpia acera. ¿Qué estará pensando, me pregunté en varias ocasiones? ¿Cuáles serían sus ánimos en tales momentos? Cuando la veía pasar tan aprisa y malhumorada, huyéndole al agua y a las gentes que no la escuchaban cuando ladraba, que no le hablaban, sentía lástima de ella. La perra –sin nombre- siempre estaba por los alrededores de donde paraban las guaguas que venían de los distintos pueblos y, villas y ciudades de Tenerife. Allí se hacían los trasbordos de los pasajeros y mercancías –los clásicos encargos y paquetes-. Parecía como si me estuviera esperando, en la cafetería, nada más entrar pedía un café con leche grande y bien caliente y el bocadillo correspondiente y ya la tenía a mi lado mirándome con insistencia, haciéndome guiños de ojos y con su larga lengua relamiendo sus fauces como preparándose… Cuántos gestos expresivos hacía hasta que le llegaba a la boca el primer trozo de pan mojado en leche –de suerte que los panes eran bien grandes- y se echaba en el suelo esperando la próxima ración, sin apartar la vista del bocadillo. Así un día tras otro, hasta que ocurrió lo imprevisto, cuando ya se alejaba de mí algo satisfecha. La vi. cruzar la calle e hizo una súbita parada para ver hacia atrás y hacerme el saludo de siempre, moviendo su mocho rabo y “todo fue dicho y hecho”, las ruedas de un coche le pasaron por encima. Y grité: ¡No! ¡No!.Aún le quedaba un suspiro para mí, lacónicamente me seguía mirando. ¿Qué querría decirme, cuando llegué a su lado? Ya nada pude hacer, serró los ojos y expiró calladamente. Sequé sus lágrimas y en medio de la confusión, la recogí del suelo y la llevé al lugar más apartado, donde hoy, pienso que si, reposan sus triturados huesos en un profundo hueco que hice con sudor y lágrimas, a pesar del rigor del frió de ese malogrado día. Han pasado muchos, pero muchos años y no la olvido. Ya no pude volver como hiciera antes, a esa nostálgica ciudad. La veía por todas partes, como si fuera ella. La buscaba si hacía viento o frió, para que no estuviera sola. Le llevaba galletas y algún trocito de queso… y se lo daba antes de irme, al primer perrito que se me acercara.
CELESTINO GONZÁLEZ HERREROS
http://www.celestinogh.blogspot.com
celestinogh@teleline.es
Fue una tarde otoñal. Densos nubarrones acechaban, de un oscuro presagiante, y la brisa fresca nos llegaba de las cumbres, montañas de San Roque que se prolongan hasta Las Mercedes; La Mesa Mota y San Diego del Monte. Sin olvidar el precioso conjunto montañoso de La Esperanza, brisas que bajan hasta la llanura de La Laguna de Agüere, trayendo los perfumes más exóticos, deliciosos y cuya fisonomía de la primera época colonial con sus bellos palacios, sus conventos e iglesias extraordinariamente hermosas, así como sus calles largas y anchas, conserva su grandioso entorno el más puro y tradicional tipo arquitectónico canario. Ciudad episcopal y universitaria -por excelencia y derechos propios-, catedral de nuestra vieja y actual cultura canaria. La Laguna, donde se acentúan sus bellezas naturales y arquitectónicas y el silencio –por suerte- en sus calles ponen una nota de fantasía poética en todo su grácil conjunto. El Camino Largo –antes yo decía: Paseo Largo-, lo recuerdo lleno de charcos de agua cuando caían las primeras lluvias, viendo en ellos reflejadas las siluetas de los árboles más próximos, elegantes y bien nutridos de sabia abundante…. Y las hojas secas, cayendo y volando, como si fueran mariposas de doradas alas. Los muchachos chapoteando sobre el agua estancada de los charcos, con sus botas de agua –no todos las llevaban- y las niñas más afortunadas con sus flamantes bicicletas, disfrutando atravesando el agua, como si quisieran romperla, cual frágil lagunita de cristal con sus pesadas ruedas. Con las manos dentro de los bolsillos del pantalón buscando calor, unos subían, otros bajaban por las empedradas calles hasta La Carrera. En la Plaza del Adelantado se reunían los amigos de estudios a hacer las consultas pertinentes de los temas estudiados en la clase anterior. Y las chicas, sonrientes, se acercaban, preguntaban y se iban, no todas.
Otra vez lloviendo y a correr en busca del portón o zaguán más cercano o bajo el frondoso árbol, los más viejos de esa romántica ciudad lagunera –protectores y amigos- de tantas generaciones ya pasadas y las presentes, del Sol, agua y el viento… ¡Cuántas promesas de amor habrán escuchado en el silencio de la tarde, cuantas escenas románticas habrán presenciado. En sus gruesos troncos recostados galantes y enamorados seductores y bellas damitas hasta los tobillos arropadas, escuchando el rugir del volcán emocionado que le dice cosas muy cerca hasta llegarles al más sensible rincón de su alma. ¡OH, el amor!
Las blancas e inquietas palomas que van a posarse en la torre de la iglesia de la Catedral lagunera, advertidas de la presencia amenazadora del depredador cernícalo que acecha…
Y la perra callejera, caminando calladamente, sin molestar a nadie, por el interior de la acera, casi rozando la pared y las puertas de las casonas, sin mirar a nadie, con el hocico bajo casi rozando el gastado pavimento de la limpia acera. ¿Qué estará pensando, me pregunté en varias ocasiones? ¿Cuáles serían sus ánimos en tales momentos? Cuando la veía pasar tan aprisa y malhumorada, huyéndole al agua y a las gentes que no la escuchaban cuando ladraba, que no le hablaban, sentía lástima de ella. La perra –sin nombre- siempre estaba por los alrededores de donde paraban las guaguas que venían de los distintos pueblos y, villas y ciudades de Tenerife. Allí se hacían los trasbordos de los pasajeros y mercancías –los clásicos encargos y paquetes-. Parecía como si me estuviera esperando, en la cafetería, nada más entrar pedía un café con leche grande y bien caliente y el bocadillo correspondiente y ya la tenía a mi lado mirándome con insistencia, haciéndome guiños de ojos y con su larga lengua relamiendo sus fauces como preparándose… Cuántos gestos expresivos hacía hasta que le llegaba a la boca el primer trozo de pan mojado en leche –de suerte que los panes eran bien grandes- y se echaba en el suelo esperando la próxima ración, sin apartar la vista del bocadillo. Así un día tras otro, hasta que ocurrió lo imprevisto, cuando ya se alejaba de mí algo satisfecha. La vi. cruzar la calle e hizo una súbita parada para ver hacia atrás y hacerme el saludo de siempre, moviendo su mocho rabo y “todo fue dicho y hecho”, las ruedas de un coche le pasaron por encima. Y grité: ¡No! ¡No!.Aún le quedaba un suspiro para mí, lacónicamente me seguía mirando. ¿Qué querría decirme, cuando llegué a su lado? Ya nada pude hacer, serró los ojos y expiró calladamente. Sequé sus lágrimas y en medio de la confusión, la recogí del suelo y la llevé al lugar más apartado, donde hoy, pienso que si, reposan sus triturados huesos en un profundo hueco que hice con sudor y lágrimas, a pesar del rigor del frió de ese malogrado día. Han pasado muchos, pero muchos años y no la olvido. Ya no pude volver como hiciera antes, a esa nostálgica ciudad. La veía por todas partes, como si fuera ella. La buscaba si hacía viento o frió, para que no estuviera sola. Le llevaba galletas y algún trocito de queso… y se lo daba antes de irme, al primer perrito que se me acercara.
CELESTINO GONZÁLEZ HERREROS
http://www.celestinogh.blogspot.com
celestinogh@teleline.es
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