18/12/10

EL FUEGO DE LA FE

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Cuando suenan las campanas en el templo de mi alma, oigo junto con ellas como un coro de Ángeles que me enviaran con las brisas que llegaron “una noche silenciosa” cuando bajaban del cielo las estrellas para anunciarme la llegada del Niño Dios. Y recuerdo que en ese mismo instante yo caminaba en solitario hacia el monte, donde mis cosas están enterradas para sentirlas seguras. Cayeron mis rodillas en tierra como un devoto cristiano y recé juntando mis manos, rogué al recién nacido y pensé, que si antes no había comprendido el solemne valor de ese magno momento, será porque nunca había mirado tan atentamente a las pálidas estrellas, buscando a la mía entre todas ellas. Mirando al cielo pude ver una que se destacaba entre las demás y que todo el camino alumbraba, venía desde Oriente, refulgiendo su divina luz hasta caer sus lánguidos destellos sobre las rocas de la colina y sin saber lo que ocurría, hasta comprenderlo más tarde, fue cuando me acerqué al promontorio. Acudí entonces a presenciar el Nacimiento de Jesús… La visita de los Reyes Magos y los regalos. El silencio de la noche era tal, que impresionaba, el frío se sentía más crudo cada vez. Y desde donde yo estaba –trepado sobre una roca- apenas si podía ver lo que acontecía, pero supe de tan magnífico momento, cuando comenzaría el gran tormento del Redentor. Pobre como nadie, en un pesebre abandonado, sobre un puñado de paja seca, allí estaba, al fondo de la cueva, representando a la humildad y la grandeza, la alegría y el llanto; el frío insoportable, el silencio y el calor de la fe, ejemplo de amor Allí estaba el consuelo de la Humanidad, la única salvación del hombre.

Bajé del parapeto donde me había trepado y caminé hacia el otro extremo del escenario soberbio de luz divinizada, pude ver mejor ahora desde donde ya estaba. Era EL, no cabían dudas, porque tanta hermosura es difícil hallar y ya en sus ojos se atisbaba, a través de su dulce y profunda mirada, la grandeza de su Poder “Dios y Hombre verdadero”.

Sudoroso y asustado me senté en mi lecho, luego bajé y, como suelo hacer, me dirigí hacia la ventana y miré el reloj, eran las cuatro de la madrugada. Mirando nuevamente a la calle, me percaté de que estaba lloviendo; todo había sido un sueño, mas, sentí un desconsuelo inmenso, casi sin fuerzas y aún adormitado... Nunca había tenido un sueño tan hermoso, tan lleno de amor y esperanza, tan enternecedor… Que era el Creador, cuando nació y yo estaba presente, a hurtadillas, viéndole sonreír…

Y lo perdí todo, el sueño se quebró como una tinaja llena de amor; y el desconsuelo por todo mi cuerpo corrió helando mi corazón y hasta cobrar los sentidos y la razón no pude dejar de sonreír también.

CELESTINO GONZÁLEZ HERREROS
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