25/10/12


FELIZ REENCUENTRO CON EL PASADO PORTUENSE  

En la calle coincidí con una antigua amiga, que por cierto, tardó en reconocerme, pero al final, después de un tortuoso rodeo, calló en la cuenta de que era yo, aquel viejo amigo desde hace tantos años. Hablábamos sólo de aquellos buenos ratos, a pesar de las carencias y privaciones sufridas por tanta gente en aquella época, pero éramos jóvenes.

¿Te acuerdas Tino –así me llamaban- lo hermoso que era todo? La Plaza del Charco era el lugar donde todos íbamos a gastar nuestras energías físicas y también las emocionales. El Puerto de la Cruz podía presumir de tener ese solar público y su mágico entorno, donde los chicos correteaban con sus juegos en todas las direcciones. Las parejitas enamoraban discretamente y los solitarios deambulaban y de soslayo miraban, deleitándose viendo verdaderas bellezas por doquiera, paseando al socaire de las palmeras y Laureles de la India o rondando la pila del centro que como un santuario da cobijo a la tradicional ñamera que tan deliciosamente la adorna durante largos años. Adolescentes de todas las edades, sexo y condición social venían desde los barrios adyacentes, allí concurrían y practicaban, los más pequeños, toda clase de juegos sanos y tradicionales. Y los viejos sentados en sendos bancos de piedra y otros de madera, con la mirada medio ausente, evocaban... Allí había recuerdos imborrables de sus mejores años y en nuestra juventud veían reflejadas sus lejanas vivencias, aquellas fuerzas perdidas…

Cuando más entusiasmados estábamos, se nos unió otra de aquellas criaturas, también protagonista de aquellos irrepetibles acontecimientos. Entonces salió el tema de las Fiestas de Los Carnavales. ¡“Pa” que fue aquello! Claro, antes  había más respeto, éramos más inocentes y educados -decían- podíamos salir solas y nadie se metía a molestarnos. Antes existía un elevado concepto de la honorabilidad familiar y sus principios, no hay que ponerlo en duda, éramos más conservadores.

Muchas vueltas dimos en la Plaza del Charco. Cuando nos cansábamos de ver siempre las mismas caras, íbamos luego en dirección contraria. Había una hora concertada para salir de casa y otra para entrar. Las tareas de la Escuela se hacían primero, luego la merienda y a la calle. Parejas apasionadas disimulaban el ardor de ese gran amor, dándose golpecitos de codos y en la mirada dejaban entrever el enorme deseo que les abrasaba. Corríamos, cuando caía la lluvia, para protegernos bajo cualquier balcón o en el oscuro portal de las hermosas casonas, o bajo cualquier árbol de la misma Plaza, contentos al poder juntar nuestros cuerpos un poco más y decirnos sin reparo alguno el amor que sentíamos mutuamente. ¡Ay, cuando se iba la luz del pueblo!, dábamos gracias al cielo por no enviárnosla; y los truenos y hasta el viento que nos acariciaba, era un incentivo más. Esas gratas aventuras cargadas del más sano sentimiento y la más pura inocencia, nos brindaba entonces la vida. ¡Dichosa juventud que se va para nunca más volver!.. Cuando somos jóvenes no nos percatamos de su valor, que lo que cuentan son los segundos de la vida, creemos que eso no se acabará nunca, que somos interminables... Pero la verdad es bien distinta. Cuando se es joven no se piensa en esas cosas, somos eminentemente golosos, no queremos dejar algo para el mañana. Ni nos preocupábamos, era mejor.


Celestino González Herreros
          celestinogh@teleline.es

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