1/6/09

NADA MUERE DEL TODO

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Siento añoranzas, de aquella época perdida, en el tiempo que pasa inexorable ante nosotros. Siento, verdadera nostalgia de los encantos que evidencian la triste causa de mi desazón; perdimos, sin lugar a dudas, lo mejor de nuestras tradiciones que no voy a enumerarlas ahora, pues harto son conocidas por todos aquellos que amamos y sentimos como canarios a nuestra tierra.

De alguna manera, la esencia cultural canaria desde sus albores, ha sufrido, progresivamente cambios irreparables, pero nada muere del todo. Conservamos el espíritu renovador y la apreciable cualidad de nuestras fantasías. Somos capaces de reconstruir todo eso con la imaginación. Cualquier detalle que la memoria nos devuelva, compensa nuestra curiosidad... Me parece ver, en los márgenes del camino, el ir y venir de las acostumbradas bestias cargadas de frutas olorosas, frescas hortalizas y verduras, ir de un lugar a otro, para su comercialización u otro destino. Las carretas tiradas por los bueyes, cuando iban cargadas a tope y regresaban livianas como plumas que vuelan empujadas por la ilusión o el deseo del merecido descanso, allende, en sus tranquilos establos. Nuestros hombres del campo eran distintos, y no es necesario que yo lo diga, sólo sería suficiente recordar, sin pereza alguna, con el cariño y afecto, e incluso, el respeto que esas pretéritas generaciones se merecen. Aquellas vivencias que no pueden quedar en el injusto olvido. Cuando éramos muchachitos, tan distintas a las de ahora, cuando se vive en una atmósfera de verdadera desconfianza, siempre añorando aquel respeto que nos transmitíamos, como un código social llevado con aquella “urbanidad” que nunca más tendremos, es cuando valoramos aquello. En los colegios, e igual que en nuestros hogares, lo primero era eso: el respeto hacia los demás, téngase la edad que fuera. Hoy, desesperadamente se clama por la “solidaridad”, como una nave de salvación hacia nuestros semejantes necesitados de ayuda. Antes no era necesario gritarlo a los cuatro vientos, nacía ese sentimiento con nosotros mismos y nos desprendíamos de tal afecto sin que fuéramos obligados, nos dábamos de corazón. Son las nuevas corrientes sociales, bien es verdad, hay cosas que, aunque se hayan mejorado, también es cierto que aquello era distinto. Pero lo más hermoso de nuestras tradiciones, es que no todo lo hayamos perdido.

No responde a mis deseos, tanta acritud que se vive y que se ve por doquiera que vayamos. Cuando nos encontramos con algún vestigio de nuestra lejana civilización canaria, sentimos un gran respeto y admiración, y el desconsuelo natural de no haber vivido aquella gloriosa y romántica época, es cuando la sensibilidad humana afloraba como un sello que nos distinguía de los demás. A nuestros hijos y nuestros nietos debiéramos decirles su verdadera procedencia, cuáles eran las prendas y cualidades de sus antepasados. Cuál el modelo de vida, aunque de poco les sirva, si no es, para saber cuál ha sido la verdadera historia de nuestros pueblos y sus gentes... Pararse a hablar de nuestros viejos enriquece nuestro espíritu y honramos la memoria de sus vidas, por sus lecciones de hondo contenido moral y social, amen de la parte espiritual.

Veces pienso, que si todo ha cambiado tanto, no sólo ha sido por negligencia nuestra; siempre nos hemos sentidos indefensos, ante los avatares de la vida; por nuestra condición misma, por ser lo que somos. Esa idea me entristece. También hay que decirle a nuestros descendientes que: ¡Nada muere del todo! Que nunca hemos perdido la esperanza de volver a ser lo que fuimos.

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