23/11/08

Doña Gregoria Álvarez mi maestra de escuela

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Acabo de ver y abrazar a mi antigua maestra de escuela, a quien siempre respeté y admiré por sus excelentes cualidades humanas. Que también los niños saben de esas cosas. Era, pues, y por suerte, aún lo sigue siendo, a pesar de los años transcurridos desde entonces, entrañablemente cariñosa. Descendiendo de la rama genealógica de los Álvarez Rixo, residente también en la ciudad de Puerto de la Cruz. Hoy vive sola, pues enviudó hace algunos años.

Es una historia digna de ser recopilada con cada una de aquellas maravillosas vivencias suyas. Sobrarían argumentos apasionantes de su ejemplar vida.
Le di un tierno abrazo, pero confieso, dentro de mí, en mi subconsciente, sentí un profundo sentimiento de piedad y ternura, de inmensa gratitud; de tal manera; que llegó a conmoverme.

Al verle le dije en voz alta: - Gregorita, ¿quién fue, entre todos tus alumnos, uno de los niños más bueno y aplicado, el más estudioso y aseado con sus cuadernos, cuando nos dabas clase?..
– Tú, respondió ella, también emocionada, más que nada, por la forma poco habitual de asaltarle y en plena calle. Y a mi edad. ¡Qué abrazo tan emotivo!

No sé la razón, tal vez fuera, por que estamos muy transformados, desde más de sesenta años; y porque seguimos queriéndonos igual que fuera antes. Mi maestra querida, Gregorita Álvarez, como cariñosamente le decíamos. ¡Y cómo me comprendía entonces! Hoy, pese a los añadidos estéticos: palidez de la piel, arrugas y su expresión nostálgica en su melancólica mirada, frente a ella volví a sentirme como cuando era un niño, aquel muchacho que siempre le escuchaba con atención y le admiraba con desmedida devoción. - Tino, me decía, siéntate a mi lado.

En estos disuasorios instantes, me siento asaltado por los recuerdos. Aquello, más que una clase, era como un hogar acogedor, donde nos debatíamos inspirados por su incondicional afecto e interés por que aprendiéramos, para que supiéramos desenvolvernos en el futuro tan inmediato de nuestros días. Había que aprovechar el tiempo, estudiando y atendiendo los sabios consejos suyos.

Doña Gregoria Álvarez era como una madre para todos sus alumnos y de ella aprendimos las primeras luces de nuestra modesta cultura. Ella era el freno de la continuidad de todas nuestras dudas e inquietudes. Supo aclarar los caminos de esos habituales dilemas y nos deparó siempre los mejores consejos, para nunca ser esclavos de nuestra ignorancia. Gritaba insistentemente, para así despertar a nuestra conciencia y transmitirnos el máximo interés por aquellos pasajes de la vida que pudiéramos descuidar, dada nuestra corta edad, y que preservándolos ayudarían a entender mejor la difícil trama de aquellos conocimientos básicos. Desde la caligrafía elemental, hasta las primeras reglas pedagógicas y de urbanidad...

A nuestra edad, en circunstancias normales, encontrarnos y abrazarnos tan efusivamente, al menos, en lo que a mí respecta, ha sido una prueba indiscutible de ternura desbordante... Para ella, no sé, le vi un tanto desconcertada, casi sin tiempo para reflexionar, tal vez, pero en su dulce mirada adiviné la gratitud que sentía en esos momentos, más que nada, evocando aquella época llena de tantos sacrificios y a la vez, de incalculables satisfacciones. Seguramente, por su mente pasó un tropel de pensamientos y las párvulas imágenes de aquellos niños y muchachos adolescentes a quienes ella tanto amó; y descargó, en nuestro afortunado abrazo con ímpetus enternecedores, la grata sensación vivida en ese apasionado encuentro, que a la vez estaba despertando tan bellos instantes vividos hace ya muchos años....
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