25/11/12


LA OROTAVA  JARDIN DE MIS AMORES

Sugerentes y atractivas son las imágenes del verde monte que sólo a unos kilóme­tros de distancia se me muestra, viéndole desde una céntrica calle de La Orotava. Como si acabara aquí la Muy Noble y Leal Villa. El pasado está ahí, asomado en sus viejas casonas y los balcones canarios que conservan aún para el recuerdo la huella indeleble de pretéritas generaciones en los vetustos callejones de umbríos perfiles, algunos de los cuales ahora casi intransitables, pero que deben decirle mucho a nuestros respetables ancianos, de cuando eran niños y jugueteaban en ellos con los juegos propios de la edad y de aquellas épocas superadas con notoria nostalgia. Seguramente  que muchos se acuerdan y son felices por que las subsi­guientes progenies no han podido derribar algunos de esos alegóricos pilares y románticos escenarios que testimonian en nuestro presente la cultura e historia en cada una de sus clamorosas motivaciones.

Impresiona el contraste, entre la llanura alegre aunque escasamente culti­vada si recordamos cómo nos cuentan que eran antes, y el silencio de la gente que pasa por mi lado. El campesino canario en general y muy particularmente el oro­tavense, habrá sufrido una transformación psicológica en medio de la confusión que vive y que deriva, por consecuencias obvias de los desfases del tiempo que corre como un río de contradicciones en aras del progreso y la destrucción... Aquellos arrieros que bajaban a los pueblos con los productos del campo. ¿Quién no recuerda esas estampas memorables? Los caminos se alegraban con ellos, de todos los campos bajaban. Ya todo eso ha muerto poco a poco y asombra ver alguno, aunque le sigamos viendo con cariño y respeto. ¿Cómo nos identificaremos mañana, acaso como enemigos de nuestras propias tradiciones?
        
Las verdes lomadas de antaño están siendo sensiblemente afectadas. Antes, cuando subíamos hacia Las Cañadas del Teide, no había nada más bello e impresionante. Al llegar a Barroso tenía uno que detenerse y conversar con los viejos y las hermosas muchachas, era obligada esa consideración para los que no pertenecíamos a tan acogedor lugar, que  como simples  visitantes siempre éramos recibido con normal afecto y la cu­riosidad propia de la gente extraordinaria del campo. ¡Benditos recuerdos! Y hasta llegar a la más apartada casa todo era embeleso y gratitud... También hubo mucha penuria, que lamentablemente empañaban la realidad y belleza de todo aquello.
        
 Estoy dentro del coche a unos metros de la amplia puerta de entrada al Cementerio. Ahí está el monte y antes, una pequeña plaza bien conservada y adornada con dos hermosos dragos, piteras, una fuente de agua funcionando en el centro y toda ella rodeada de frondosos hibiscos y cantidad ingente de lindos rosales; y mientras escribo, cuando levanto la vista del arruga­do papel para volver a mirar hacia el tupido follaje del elevado monte, son inter­minables los grupos de personas que bajan de los coches o van andando por la empinada calle, con deslumbrantes y multicolores ramos de flores para sus queri­dos familiares fallecidos... Y hoy es un domingo cualquiera, eso sí, muy soleado y el cielo de un azul impresionante todo despejado, del mes de diciembre. Si miro a través del espejo retrovisor veo varios balcones todos engalanados con vistosas macetas de barro, sembradas de geranios rojos, balcones antiquísimos de puro es­tilo canario con tejados de color rojo oscuro, desteñidos por el paso del tiempo y la humedad del lugar que alimenta a los berodes que despuntan y perduran en los mismos mientras sean tan favorables las condiciones climatológicas. Sigo viendo la calle de muy pronunciado desnivel que baja y al fondo de todo el mar azul igual que el cielo. Hoy se me antoja que también fuera de plata por la luz reflejada. Sobre él algunas pequeñas nubes, allá so­bre el estático horizonte,  avisándonos que en breves días lloverá. Otro síntoma delei­tante es ver pasar en todas direcciones  las acostumbradas plantitas de "flor de Pascua", limpias y exageradamente rojas, que se lleva la gente a sus respectivos hogares.

Siguen bajando encantadoras muchachas con sus ramos de flores; las más jóvenes dándose tono y sonrientes, las mayores más serias y pensativas, debe ser que la cuenta las entristece o cosa parecida.

Cuando ya me iba tuve que exclamar: ¡Verdaderamente La Orotava es bonita! .Sus calles, con los montes en segundo plano, si miramos hacia arriba, producen el hechizo confortable de la inspiración más sana que despierta senti­mientos poéticos. 

 Viéndola cada día quizás no despierte en "los villeros" este entu­siasmo mío. Es que, tal y como están acabando con todo lo nuestro, esos pocos testimonios de nuestras cosas canarias, que están casi intactos, son mi admiración. Siento apego por tan bellos entornos y en consecuencia por aquellos que han sabido imponerse en favor de tales reliquias. Las razones, fueran las que fueran, que hayan permitido esa prerrogativa afortunada de conservar gran parte del patrimonio artístico orotavense, deben tenerse en consideración. Yo disfruto viendo las viejas casonas y sus empinadas calles y me ilusiona poder manifestarlo. No ocurre como en otros pueblos y ciudades, que se han cargado todo lo que pudiera enriquecer al resto de nuestros patrimonios ar­tísticos y culturales, alegando que son pueblos pobres y necesitan realizarse ven­diendo... O la ingenua visión expansionista de muchos políticos mal iluminados y en consecuencia "depredadores", buscando el consuelo de sus beneficios previamente calculados y aún sabiendo que ello va en detrimento del resto de la sufrida sociedad canaria.

Antes de salir de La Orotava volví a mirar al monte, esa alargada y verde cordillera que le da al Valle todo su esplendor, entre brumas bajas que remontan como queriendo llegar al cielo.

 Con el volante del coche entre las manos le dejaba, y en mi mente conservé largo rato la sensación de haber hallado el halago de la Naturaleza desde La Oro­tava, por que el monte parecía que bajaba para mí y me envolvía con sus magnificencias selectas y todos los aromas de sus verdes exuberantes y la tierra húmeda, deliciosamente fresca, bajo los altos pinares y entre pinochas y helechos, entre sueños y lánguidos despertares, entre las sombras que proyectan las exóticas nu­bes cuando caminan hacia el ancho mar empujadas por las suaves y cálidas brisas de Las Cañadas del Teide, alejadas y siempre presentes en el corazón del cana­rio.

Llegando al Puerto de la Cruz pensaba con cierta nostalgia: ¡Mira que también era bonito mi Puerto, el de los barquitos y nobles marinos!..  Y sentí de pronto un arrebato de rabia. Seguí pensando: ¡No haber respetado la parte vieja, lo más atractivo, que era la zona marinera con su tipísima Ranilla! Eso realmente es  imperdonable desde todo punto de vista. Razón de más, que vaya a resarcirme de tantos y crueles desencantos a La Villa, cinco o seis kilómetros de distancia. Camino por sus calles y me deleito contemplándolas como estampas  arquitectónicas de expresividad única y gran tipismo. Aunque algunas de las viejas casonas no están habitadas por ruinosas.

También creo que hay dos "Orotavas", a saber: La del rico, hecha y heredada desde generaciones atrás, y la otra, que a mí entender es, sorprendente y dinámica, que ha dado el auge económico y social que la difiere en cualquier lugar por su trabajo y resulta­dos. Considerando su crecimiento y el esfuerzo de sus hombres laboriosos y ver­daderos profesionales. Su pueblo se ve en el espejo de nuestra cultura y siempre ha contribuido al fomento de nuestras tradicionales dedicaciones: comercio, arte, artesanía, agricultura y ganadería, etc.,

Quisiera tener la elocuencia y fluidez escribiendo que tienen los grandes de la narrativa literaria, que fuera capaz de despertar el interés de los lectores  y nunca el aburrimiento, para sentirme motivado a seguir, para activar lugares y recuerdos que yacen en el más abso­luto olvido. Que se aireen con el cariño y delicadeza que bien se merecen tantos acontecimientos anecdóticos e im­borrables vivencias. El hombre nunca muere mien­tras existan los recuerdos. Ni el hombre, ni los pueblos, a los que hay que seguir amando con sus virtudes y sus defectos.   Todo a través del tiempo se torna más hermoso. No sólo cuando evocamos los recuerdos; también nos condiciona susceptiblemente y depara tiernas sensaciones, ver pasar por nuestro lado a la gente de a pié y no ser advertido, ver su caminar alegre y lisonjero, y sus fúlgidas mira­das irradiando calor y ternura, despreocupación y alegría. Son nuestros retoños, la juventud dulce y liberal. Y aunque nos recuerden que también fuimos jóvenes, ya lejos, nos conforma y distrae de alguna manera, ver la vida que pasa ante nuestros ya cansados ojos y nos permite saber que aún estamos sensiblemente inmersos en ella. Que cuando sale el Sol sale para todos por igual, "jóvenes y viejos", y que cuando llueve ocurre lo mismo. Vamos por la misma calle caminando en todos los sentidos y compartimos igual banco en las plazas públi­cas; a veces hasta nos hallamos conversando sobre el mismo tema sin tener en cuenta las edades... Nos buscamos mutuamente, por que yo pienso que nos necesi­tamos, los unos de los otros en cualquier momento de la vida, aunque difícilmente nos comprendamos.

La Orotava tiene el embrujo de devolvernos los ratos que hemos vivido, con una sutileza tal en el recuerdo, que acabamos despertándolos de sus letargos con la más exquisita ternura: por que nos llegan tan fielmente que no parece que el tiempo haya pasado, y sí, que estamos viviendo una realidad con toda su esencia y calor, como la vida misma. Cada cual sabe en qué consiste este misterio, y todos tenemos motivos diferentes. Quién no lo entienda debe ser por que no está motivado. Para mí, particularmente, es encantadora esa Villa y tiene mucha solera... Sé que en la Viña del Señor hay cosas buenas y otras que no lo han sido tanto... Muchas por hacer y otras por corregir... Sé que sólo debiera decir que me siento muy a gusto en ella y desde hace mucho tiempo. Tengo muchas cosas gra­tas que recordar del pueblo y su buena gente, verdad que sí.

La espesa bruma camina amenazante. Se me antoja que fuera un pesado telón  entre el pueblo y el monte, que quisiera cegar mi romántica inspiración y me obligara a quedar en las tinieblas de la indefensión  o atrapado en otros pensamientos.

Y a partir de Las Arenas, con otros aires más cálidos, me voy desabrochando la camisa, bajo los cristales e inspiro profundo un calor ambiental diferente. Atrás se queda  la muñeca de mi Valle con expresión iluminada y su silencio habitual. Y los gratos aromas del brezo, las retamas... Entre el verde follaje, bajo el canto de sus brisas y el melancólico manto de su cielo. Siempre bella y callada, como una diosa enamorada.





      Celestino González Herreros
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