16/5/12

CUAL TRISTE ECO EL MURMULLO DE LAS OLAS

En un rincón inhóspito de aquel apartado lugar, sentado sobre una fría piedra, donde apenas llegaba el Sol, el viejo algo desmelenado y mal vestido, descuidada su espesa barba, yacía recostadas sus dolidas espaldas en un plano saliente de la rudimentaria pared.

Con gran celo cuidaba unas breves notas encuadernadas que aferraba con sus ya temblorosas manos, como si fuera un valioso tesoro -y de hecho así las consideraba- ya que allí guardaba las veneradas páginas de la historia de su vida; y quería conservarlas.

A ese insalubre escondrijo acabó llamándole su actual hogar, a veces, lacónicamente, triste pero tranquilo hogar y el lugar donde cada tarde se refugiaba y allí pernotaba. Y, apenas despuntaba el alba, ya estaba dando vueltas por doquiera, yendo por los lugares más apartados, solo y en silencio, sin que nadie supiera jamás cuál sustento alimentario era el suyo.

Más adelante, un día cualquiera, un hermoso perro abandonado le siguió sus pasos y no se apartó de él en ningún momento, lo que vino a dar forma en su solitaria existencia, a la creación de una formalidad familiar, si así se quiere. Desde entonces todo fue distinto, aunque sus lenguajes fueran, necesariamente, otros dispares. Mas, llegaron a entenderse a través de las furtivas miradas y así se hablaban; y sus espontáneos movimientos.

Mutuamente se daban calor cuando era riguroso el frío de la noche. Y despertaban al unísono, desperezando con vigor sus molidos cuerpos al saludar al nuevo día.

El viejo a su amigo, el perro, le leía repetidas veces aquellas cuartillas donde estaba escrita la historia de su vida, insistentemente.

Algunas noches salían del escondrijo, a contemplar las estrellas y a recibir las suaves caricias del aire perfumado de las montañas, contacto aquel que a veces les envolvía y les embriagaba. En otras ocasiones, bajaban hasta llegar a la costa y por las playas caminaban, siempre mirando hacia el estático horizonte, como si escucharan voces amigas que les llamaban, voces perdidas… Y el perro ladraba lastimosamente; en cambio nuestro anciano sollozaba disimuladamente, y sin poder evitarlo, suspiraba profundo, con la mirada fija en la lejanía. Quizás buscaba aquel eco sin palabras, como un llanto fenecido que cada vez más se alejaba.

Sólo quedaban las luces de las barcas faenando en alta mar y la intermitencia de los resplandores celestes que arriba languidecían, en el oscuro y fatuo firmamento.

Nadie supo decir, cuál rumbo siguieron y hasta dónde llegaron, el bondadoso perro y su cándido amo, el viejo decrépito y solitario. Dicen que se oyen sus lamentos confundidos con el murmullo de las olas cuando declina el Sol y la tarde sigilosamente va muriendo… La voz temblorosa, cual rumores del viejo y los ladridos del perro, como si siguieran una misma ruta hacia allá por el lejano horizonte, donde acaba el mar y hallamos el fulgor del cielo en el poniente.

Celestino González Herreros

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