6/9/08

Puerto de la Cruz desde la Plaza de Europa


Me aislé involuntariamente de cuanto me rodeaba; fueron pues, las circunstancias y las sensaciones vividas en esos momentos.

Eran las diez de la mañana, mi entorno veía concurridísimo, con gran número de extranjeros y no menos, de españoles peninsulares, cuyas naves ilusionadas recalaron en este acogedor puerto, que es la Isla de Tenerife. Sus destinos eligieron las plácidas brisas de nuestro clima templado casi todo el año; se veían contentos, quizás alguno de ellos, fueran ya como las aves migratorias que sobre vuelan nuestro mar para volver nuevamente con nosotros.

Después de algunos días de molestos efectos climatológicos, - circunstancia que sólo se da aquí en determinadas fechas por razones obvias y naturales - al soportar las influencias atmosféricas acostumbradas y disipadas prontamente por los vientos alisios que siempre nos acompañan y nos llegan cual suaves brisas llenas de dulzura y melancolía, que acarician indefinidamente... Esta vez, la calina y los vientos calientes y secos que soplan del desierto africano hacia nuestro litoral durante un par de días, cubrían como un tupido celaje las cumbres de nuestros valles, ocultando tierra, mar y cielo tras ese velo mutable cuando llegan los alisios; y es como si el cortinaje cediera la luz azul de nuestro cielo y se extendiera a todo lo largo y ancho de nuestros pueblos...

Hoy amaneció el cielo claro y limpio. Luego, contradictoriamente, se hicieron presentes dispersas nubes que amenazaban lluvias desde el poniente. El temor a ser invadidos por la devastadora langosta africana había desaparecido. Y así, tan rápido, la mar se tornó menos rizada y el Sol penetrante, cálido y radiante, nos abrazaba pletórico de esplendor. El tiempo había cambiado, y yo estaba, por pura casualidad, en la preciosa Plaza de Europa. Mientras caminaba en ella, me sentía nostálgico, tanta transformación en tan corto plazo...

Instintivamente me asomé buscando al mar, en el borde oriental de la muralla, que más parece la réplica de una fortaleza de la época medieval, por su acondicionamiento estético y ambiental, muy aceptable por ser un reclamo sentimental de evocadores recuerdos. Las tranquilas aguas, en mí intuían, como espectros esos recuerdos que me volvieran la mar, en esa cálida orilla.

Más allá, recorriendo el largo y espumoso litoral, admiré el blanco cinturón de sus orillas de negras arenas acariciadas por las inquietas y risueñas olas llegando a sus diminutas playas, celebrando la luminosidad reflejada en la cortina lluviosa, y por el sol en irisados colores cuando han embestido las encrespadas olas contra los mudos acantilados; o se ven en sus rizadas crestas su encendida blancura al remontar la mar con su furia y embestir luego contra los inmóviles riscos de la firme escollera.

Mirando al mar el alma se inunda de gratas sensaciones que navegan como las ilusiones y los pensamientos, mirando al mar, donde no existen sombríos rincones, sólo las distancias, parece que uno se perdiera, se deslizara en pos de sus sueños y hallara en su inmensidad toda complacencia vital.

Y cuántos caminos se abrieron a través de sus inquietas aguas, senderos hacia el Nuevo Mundo... Senderos de dolor, y otras veces de felicidad. Vía crusis del hombre aventurero, del visionario y también de los valientes marineros de mis inigualables costas iluminadas por los luceros de la esperanza de esos hombres soñadores.

La Plaza de Europa, en su silencio acostumbrado y en esta bella ciudad norteña, entroniza nuestro sentir cosmopolita, es otro patio más en nuestros jardines portuenses, orgullo de Tenerife, lugar de recogimiento y para reflexionar respecto a la mar y el tiempo. Es, quizás, el lugar más tranquilo y acogedor y a la vez inspirador de los sueños más nobles, quizás por que está a la orilla del mar y sólo se oyen los cantos de las caracolas en complicidad con el mismo silencio e invitan a corear los cálidos susurros de sus idílicos arrumacos...

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