21/6/08

La paz del monte y los barrancos


Pocos lectores se habrán preocupado en pensar cómo discurre la vida íntima del poeta, escritor, narrador, pintor, músico, etc. Posiblemente, muy pocos adivinan el calvario de algunos si ven entorpecida su inspiración por agentes extraños que les asaltan e interrumpen, muchas veces alevosamente. El hombre creador, bien de fantasías o de evidencias reales configuradas por él, a veces, no halla el clímax necesario para culminar o desarrollar su inteligencia. Es fácil entenderlo, aunque pueda parecer escabroso explicar la situación.

El verdadero compositor necesita, mejor, estar solo para poder trabajar y dar de sí el caudal que atesora, mientras lo libera. Es cuando la inspiración aflora cual si emanaran aromas poéticos con sutileza singular dada su influencia lírica. Imaginémonos que en esos momentos especiales, algo trepidante, inoportuno, se mueva a nuestro alrededor y nos despierte de ese ensueño para involucrarnos en el vulgar laberinto de la realidad cotidiana. ¡Sería desolador!..

Tantas veces pienso: ¿Cómo es posible que, en tales circunstancias, aún existan seres capaces de llegar a la meta de sus firmes propósitos? No cabe duda alguna, que, para llegar a ser alguien bien reconocido en el mundo de la inspiración, el del creador, poético, etc., estando obligado, también, a atender otras obligaciones, como es, la familia o el ambiente soterrado en el anonimato en que se vive, es realmente meritorio. Muchas veces se sufre, pues hay que correr en busca del extremo de la débil hebra que la madeja ha soltado, para poder alcanzarla y seguir el hilo de la trama descuidada. Gentes que gritan, otros que pelean, niños que lloran, perros que ladran, cotorras que no callan ni un instante todo el día... El claxon de los coches y los anuncios parlantes de verduras, pescado o helados. Hay que ser de oídos impermeables a los ruidos para poder concentrarse y nadar en las aguas quietas de la inspiración o del relato que se quiera tratar. No todos los narradores disponen de un ambiente adecuado a sus necesidades. Para escribir, algunos nos refugiamos en el monte, en la callada hondonada de algún lugar donde sólo se oyen, desde el solitario barranco, el eco sigiloso del sutil paso de las brisas susurrando arriba, sobre el verde valle, mientras recorren la campiña... Abajo se está mejor, aunque la soledad nos sobrecoja sobremanera de cuando en cuando. Sentimos pasar la brisa, también, cuando pasa presurosa rozando los bordes del abismo. Sintiendo latir nuestro corazón cuando escribimos sin interrupción alguna. El aire transmite su melodioso aleteo con singular denuedo y uno llega a embriagarse con los propios sentimientos y cual báquicos respingos soltamos las palabras henchidas de ese algo tan sublime que llamamos amor. En la hondonada del profundo barranco se oyen voces que acarician, junto al retumbo del aire que se desliza por el accidentado declive de sus húmedas paredes; y el quejumbroso graznido del ave agorera que se aleja asustada de la ladera. El alma y la mente, también, parece que vuelan queriendo liberarse cuando escribimos...

Celestino González Herreros.
Puerto de la Cruz, año 2.000.

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