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Oí sus pasos presurosos, siguiendo el tenebroso camino que conduce al pueblo, en la noche más inhóspita y solitaria que jamás hubiera vivido, y le vi más tarde en la distancia, esfumarse como alma que se lleva el diablo... Hasta entonces no sabía nada de lo que ocurría a diario. María iba a trabajar y en su casa, antes, debía dejarlo todo en orden, era un ejemplo valeroso que desafiaba todo lo que quisiera impedirle ser justa, ante todo con ella misma, luego con los demás. Entendía que subsistir tenía un precio y cada cual había que pagar el suyo, tenía que trabajar donde fuera, sin contemplar horarios ni reparar en qué condiciones. Lo obligado era ganar honrosamente unas monedas para atender las primeras necesidades, que, aunque precariamente, ello suponía un descanso de considerable importancia. María seguía siendo un primor de criatura, lo que no entiendo es, ¿por qué renunció a todo, hasta a su propia felicidad, por ocupar con tanta dignidad el puesto de su difunta madre? Había tres hermanos más, todos pequeños y el padre, a causa de los recientes acontecimientos, cayó en una profunda depresión que no hay quien lo saque de ella. Luego sin trabajo, con una miserable paga de subsidio, en nada podía ayudar al resto de su familia, era como un miembro más que cuidar para María, que se engrandecía y se sentía doblemente fuerte cuando recordaba las últimas palabras de su madre al morir. Y la promesa que en esos dolorosos momentos hizo a su extinta, a lo más grande que cada hijo llega a conocer, porque como una madre no hay nada mejor en este mundo; y es bien sabido, que muchos de los hijos se enteran de lo que digo, una vez que la hayan perdido. ¡Cómo pesa el dolor al perderla, qué silencio y vacío nos queda que no lo llena nada ni nadie, qué infelices nos sentimos cuando una madre se va! ¡Qué solos!..
Ella me lo explicó con tanta ternura, lo dijo todo con tal naturalidad y franqueza, que no pude menos que comprender su invariable postura: sacrificar nuestro amor y entregarse toda a esa vocación que le había prometido a su madre. Que la vieja se fue ilusionada, por que María lo cuidaba todo como si fuera ella, que en la casa no faltaría nada, que todo seguiría igual, aunque nunca mejor.
Cada noche cuidaba de ella, oculto en las sombras, a que fuera y viniera del trabajo; enormemente celoso, más enamorado que nunca sin que ella lo supiera y así pasaron los años, hasta ver sus sienes ya plateadas y escuchar sus pasos más cansinos, Se quedó con la costumbre de ser madre sin mí y ya casi no puedo seguir sus pasos en el camino, como fuera antes, también me siento cansado, pero contento...
El tiempo siguió pasando y con el, todo se fue transformando, la familia se le dividió y como ocurre siempre, ya sobraba espacio en la casa, María se había quedado sola y necesitaba de alguien que la atendiera, con quién compartir sus últimas horas.
Un día llegué hasta la puerta de su casa y llamé, tardaron bastante en contestarme y opté por trasponer el umbral de la misma, y cuando me hallé en el interior, todo medio oscuro, sentí la angustia que jamás había sentido y a la vez temí ser acusado de haber allanado la intimidad del domicilio, miedo de haberla asustado, pena de que ya no me reconociera y un terrible dolor, en el supuesto caso de que ya no me quisiera. Después de abrir varias puertas, llegué hasta donde ella estaba, tendida en una destartalada cama, todo en desorden y casi sin luz. Allí estaba consumiéndose, poco a poco, con un rosario entre sus manos...
¡OH, Dios!, permíteme ayudarla, dame sólo una oportunidad, que ella vea cuanto le quiero. Déjame ayudarle aunque sea en estos últimos momentos, si no, llévame con ella, pero que sepa que estoy aquí, que estuve siempre a su lado, aunque nunca más me viera...
Oí sus pasos presurosos, siguiendo el tenebroso camino que conduce al pueblo, en la noche más inhóspita y solitaria que jamás hubiera vivido, y le vi más tarde en la distancia, esfumarse como alma que se lleva el diablo... Hasta entonces no sabía nada de lo que ocurría a diario. María iba a trabajar y en su casa, antes, debía dejarlo todo en orden, era un ejemplo valeroso que desafiaba todo lo que quisiera impedirle ser justa, ante todo con ella misma, luego con los demás. Entendía que subsistir tenía un precio y cada cual había que pagar el suyo, tenía que trabajar donde fuera, sin contemplar horarios ni reparar en qué condiciones. Lo obligado era ganar honrosamente unas monedas para atender las primeras necesidades, que, aunque precariamente, ello suponía un descanso de considerable importancia. María seguía siendo un primor de criatura, lo que no entiendo es, ¿por qué renunció a todo, hasta a su propia felicidad, por ocupar con tanta dignidad el puesto de su difunta madre? Había tres hermanos más, todos pequeños y el padre, a causa de los recientes acontecimientos, cayó en una profunda depresión que no hay quien lo saque de ella. Luego sin trabajo, con una miserable paga de subsidio, en nada podía ayudar al resto de su familia, era como un miembro más que cuidar para María, que se engrandecía y se sentía doblemente fuerte cuando recordaba las últimas palabras de su madre al morir. Y la promesa que en esos dolorosos momentos hizo a su extinta, a lo más grande que cada hijo llega a conocer, porque como una madre no hay nada mejor en este mundo; y es bien sabido, que muchos de los hijos se enteran de lo que digo, una vez que la hayan perdido. ¡Cómo pesa el dolor al perderla, qué silencio y vacío nos queda que no lo llena nada ni nadie, qué infelices nos sentimos cuando una madre se va! ¡Qué solos!..
Ella me lo explicó con tanta ternura, lo dijo todo con tal naturalidad y franqueza, que no pude menos que comprender su invariable postura: sacrificar nuestro amor y entregarse toda a esa vocación que le había prometido a su madre. Que la vieja se fue ilusionada, por que María lo cuidaba todo como si fuera ella, que en la casa no faltaría nada, que todo seguiría igual, aunque nunca mejor.
Cada noche cuidaba de ella, oculto en las sombras, a que fuera y viniera del trabajo; enormemente celoso, más enamorado que nunca sin que ella lo supiera y así pasaron los años, hasta ver sus sienes ya plateadas y escuchar sus pasos más cansinos, Se quedó con la costumbre de ser madre sin mí y ya casi no puedo seguir sus pasos en el camino, como fuera antes, también me siento cansado, pero contento...
El tiempo siguió pasando y con el, todo se fue transformando, la familia se le dividió y como ocurre siempre, ya sobraba espacio en la casa, María se había quedado sola y necesitaba de alguien que la atendiera, con quién compartir sus últimas horas.
Un día llegué hasta la puerta de su casa y llamé, tardaron bastante en contestarme y opté por trasponer el umbral de la misma, y cuando me hallé en el interior, todo medio oscuro, sentí la angustia que jamás había sentido y a la vez temí ser acusado de haber allanado la intimidad del domicilio, miedo de haberla asustado, pena de que ya no me reconociera y un terrible dolor, en el supuesto caso de que ya no me quisiera. Después de abrir varias puertas, llegué hasta donde ella estaba, tendida en una destartalada cama, todo en desorden y casi sin luz. Allí estaba consumiéndose, poco a poco, con un rosario entre sus manos...
¡OH, Dios!, permíteme ayudarla, dame sólo una oportunidad, que ella vea cuanto le quiero. Déjame ayudarle aunque sea en estos últimos momentos, si no, llévame con ella, pero que sepa que estoy aquí, que estuve siempre a su lado, aunque nunca más me viera...
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