4/8/08

Nada muere del todo

Como si estuviera oyendo una dulce melodía que trajera recuerdos entrañables, una canción de esas que nos invitan a soñar encuentros quiméricos y nos hacen revivir venerados episodios, remotos en la distancia inexorable del tiempo, aunque a veces parecieran no tan lejanos. Aquellos que nos delatan, que llegan a emocionarnos, que nos embargan y ese sentimiento nos ahoga al escucharla.

Así comienza la inspiración poética de todo aquel que escribe cosas que le van saliendo espontáneamente desde muy adentro, uncidas de ternura amorosa. Con ello el poeta se siente atrapado entre las mallas de esa mágica inspiración, a merced de sus alborotadas musas que le instan al sufrimiento, más que nada, que le obligan a ir solo, andando en esa frágil dimensión de la evocación; y compone cálidos o sufridos versos a sus musas amadas que le custodian en el silencio de su peregrinaje poético. Así el trovador canta sus baladas líricas y habla de sus recuerdos o sus propias cuitas amorosas, o busca en el camino los motivos que le seducen... Se deleita escribiendo pasajes de esas nostálgicas vivencias. Y el corazón, en esos momentos tan especiales, más parece henchirse. Así es el poeta del amor, pareciera caminante ilusionado que anda tras las sombras de sus propios sueños. Y en cada evocación buscara sentimentales resquicios que le devuelvan el placer de aquellas irrepetibles situaciones, presentes hoy en el pensamiento. Oyendo emocionado la mágica melodía musical que hasta mí llega tan quedamente, con sus tiernos versos, vuelvo al remoto pasado.

Parécenos despertar de un supuesto letargo y que llegásemos a sorprendernos el poder de esos callados recuerdos, oyendo tan dulces melodías de épocas pretéritas que creíamos olvidadas.

Nada muere del todo, y los recuerdos menos. Unas simples notas musicales, un poema de amor, un rayo de luz atravesando la fresca maleza, el aire salitroso y perfumado de la costa y el silencio de los estáticos acantilados... La lluvia cayendo pertinaz sobre el zaherido campo... La brisa, cuando pasa de largo, sigilosa, sin detenerse; y aquel, su casi ilegible silbido melancólico que acaricia los sentidos. Y la luz que nos abandona, sobre la mar quieta, del agónico resplandor crepuscular... ¡Nada muere del todo!

En ese breve lapso del tiempo, mientras dure la voz del cantor, toda una vida renace. Los campos floridos e imaginarios resplandecen y se renuevan las influencias del espíritu; el viejo se torna niño, o en un apuesto adolescente. Ella, cual diosa mitológica, se siente halagada, complacida e identificada con aquellos, sus recuerdos, que han despertado súbitamente y han llenado su corazón de ilusión irresistible, como si no fuera sólo un breve momento de la efímera vida. Y si fuera para siempre la melodía que escuchamos tan placidamente, cual caricia apasionada que alienta el placer de este grato despertar, diría, ciertamente, que nada muere del todo, que siempre, algo bueno queda de nosotros.

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