Serenas noches de mi entrañable pueblo marinero, noches tibias y sensuales. Algunas veces, bajo el influjo de la luna llena, su calidez sosegó a mi espíritu; y sentía cada vez más apego y me inquietaba más por todas esas cosas tan maravillosas propias de aquella tierna edad, con esos claros de limpia luz, mientras me asaltaban los recuerdos... Iba por los callados caminos del blanco caserío tras el recuerdo de viejas vivencias dejadas en sus discretos rincones, testigos fieles de esas imborrables horas vividas al amparo de las sombras, cuando rondaba por esos deliciosos lugares...
Desde la cima esperaba en el aburrido atardecer, cuando el preludio de la noche se iniciara y el astro declinara enrojecido sobre las inquietas aguas en el fulgurado ocaso, al reflejarse donde pareciera que se juntan en la distancia, entre el mar y el cielo, cual caricia fogosa de llameante luminosidad. Y luego, en la negrura de la noche perderla cuando el cenit ilusionado se apaga. Bajaba a la playa, tal vez buscando en su silencio el gemir de las olas o para sentirme acariciado por la cálida brisa de la orilla, generosa y apacible, imantada de afectivos recuerdos y frescos aromas.
Ver morir al sol en su agónico descenso desde la húmeda arena, me producía sensación de angustia y si acariciaba la incesante y suave espuma que dejaba el inclemente oleaje, me transmitían desamparo y amargura y a la vez insólitas delicias que me obligaban a exclamar, en soliloquios, susurros que escapaban de mis labios sedientos, soplos de aliento animados con el canto de la constante brisa, mientras buscaba rutas soñadas, navegando en silencio con mis proyectados pensamientos, hálitos sentimentales.
Y al cabo del tiempo, aún contemplo cada atardecer y los fulgores que preceden a las noches “el sol de los muertos” y mientras consumo mis últimos días, agradezco a Dios no sentirme tan solo en estos placenteros momentos. Cada atardecer, desde la distancia, siempre recordaré con nostalgia el viejo caserío y sus playas...
Escuchaba el ruido sordo y persistente de sus aguas después de rebasar la orilla, dejando sus burbujas heridas dispersas sobre la estática y negra arena como el gemido de un llanto entrecortado, entre suspiros; o escucho, el canto de bellas sirenas y el sollozar de las solitarias caracolas entre las rocas prisioneras. Sentía entonces, la brisa cual si fueran sus cálida caricia, soplos de lamentos y me adormeciera su familiar contacto, como un extraño sentimiento.
Cada noche en mis sueños, me hacía a la mar. ¡Tal vez buscando el tiempo perdido! Y las cosas que quedaron atrás, mis escasas pertenencias y tanto calor de los seres queridos anclados en mi pueblo, aquel que antaño fuera tan nuestro y tranquilo.
Puerto de la Cruz. 31 de mayo de 2.008
Desde la cima esperaba en el aburrido atardecer, cuando el preludio de la noche se iniciara y el astro declinara enrojecido sobre las inquietas aguas en el fulgurado ocaso, al reflejarse donde pareciera que se juntan en la distancia, entre el mar y el cielo, cual caricia fogosa de llameante luminosidad. Y luego, en la negrura de la noche perderla cuando el cenit ilusionado se apaga. Bajaba a la playa, tal vez buscando en su silencio el gemir de las olas o para sentirme acariciado por la cálida brisa de la orilla, generosa y apacible, imantada de afectivos recuerdos y frescos aromas.
Ver morir al sol en su agónico descenso desde la húmeda arena, me producía sensación de angustia y si acariciaba la incesante y suave espuma que dejaba el inclemente oleaje, me transmitían desamparo y amargura y a la vez insólitas delicias que me obligaban a exclamar, en soliloquios, susurros que escapaban de mis labios sedientos, soplos de aliento animados con el canto de la constante brisa, mientras buscaba rutas soñadas, navegando en silencio con mis proyectados pensamientos, hálitos sentimentales.
Y al cabo del tiempo, aún contemplo cada atardecer y los fulgores que preceden a las noches “el sol de los muertos” y mientras consumo mis últimos días, agradezco a Dios no sentirme tan solo en estos placenteros momentos. Cada atardecer, desde la distancia, siempre recordaré con nostalgia el viejo caserío y sus playas...
Escuchaba el ruido sordo y persistente de sus aguas después de rebasar la orilla, dejando sus burbujas heridas dispersas sobre la estática y negra arena como el gemido de un llanto entrecortado, entre suspiros; o escucho, el canto de bellas sirenas y el sollozar de las solitarias caracolas entre las rocas prisioneras. Sentía entonces, la brisa cual si fueran sus cálida caricia, soplos de lamentos y me adormeciera su familiar contacto, como un extraño sentimiento.
Cada noche en mis sueños, me hacía a la mar. ¡Tal vez buscando el tiempo perdido! Y las cosas que quedaron atrás, mis escasas pertenencias y tanto calor de los seres queridos anclados en mi pueblo, aquel que antaño fuera tan nuestro y tranquilo.
Puerto de la Cruz. 31 de mayo de 2.008
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