El aire fresco se cuela desde las fisuras y grutas de los profundos barrancos, trae consigo aromas de los brezales y el tomillo, del pinar y los helechos silvestres. Más parece un soplo nostálgico que trajera fragancias de épocas pretéritas y asomaran con los recuerdos... En las horas somnolientas de la tarde, el silencio agreste se quiebra con el retorno de las aves que llegan a pernoctar en sus habituales refugios; o regresan a sus nidos de amor para nutrir a sus impacientes crías. Hay un halo melancólico en el ambiente cuando va muriendo la tarde, cómplice del silencio que nos envuelve. No hallamos lugar donde poder escondernos y en el cual no oigamos ese latir del tiempo que va pasando sin detenerse. Todo parece alejarse hacia el infinito, dejándonos huérfanos de cuanto vamos perdiendo en ese devenir suyo. ¡Oh, cruel orfandad la nuestra! Tanto vacío, donde parece que gime la brisa mientras nos está acariciando, cuando roza nuestras manos anhelantes, agitadas en el aire, huecas y al descubierto, insinuantes... Valles, montes y cañadas, caminos tantas veces andados, ¡qué solos nos estamos quedando!
Así pasa el tiempo, inexorable, hiriendo la paz de los gratos acontecimientos, dando zarpazos despiadados a los humanos sentimientos, los que creíamos fueran intocables, dueños de una perpetualidad idealizada, como en los sueños de amor...
Así suceden las cosas de la vida, no somos dueños de la pasión; que nada es duradero y todo lo bello perdemos aunque luchemos por evitarlo. Cuando pensamos en ella el espíritu revive, emerge gozoso desde el abismo en que se hallare cautivo; como si se derrumbara la cruel muralla que nos separase. Cuando pensamos en ella, temiendo perderla, en la mente le arropamos con toda la energía de los más nobles sentimientos y rescatarla para siempre quisiéramos de los maléficos influjos del tiempo.
A veces pienso, si no será partícipe, también, ese silencio que nos envuelve; y de todas nuestras desventuras. Como si se arrastrara cauteloso por aquellos sinuosos causes que imagino tantas veces, soterrados en el silencio habitual de cualquier atardecer.
Distintos fueron aquellos luminosos ocasos de nuestra espléndida juventud, cuando cada tarde discurría entre cálidos destellos y claros crepúsculos que invitaban a soñar. Cuando esperábamos ansiosos la llegada de tantos y románticos nocturnales, desde la tibia arena de nuestras playas. Oyendo el tenue susurro de las olas y buscando en la lejanía el eco y sonoridad de cantos perdidos cual sinfonía de voces lejanas.
En el conjuro de la noche, bajo el efecto de su calma acostumbrada, sentimos debatirse el alma viendo correr los segundos cual tropel fantasmal o cortejo de agonía. Y perdernos quisiéramos, allá, en el inalterable horizonte, donde el camino pareciera que termina; intuyendo valles, montes y cañadas, caminos tantas veces andados, en esa ilusionada ruta de los gratos atardeceres.
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