11/10/10

MAL ENTENDIDO CONCEPTO DEL PROGRESO Y SUS ERRORES

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En cualquier momento surge la ocasión de hablar de Puerto de la Cruz, de cómo era antes, cuando también éramos más jóvenes y nada se nos ponía por delante que impidiera frenar nuestros ímpetus, las intenciones, los deseos y apetencias propias de la edad.

Después de abandonar el coche en lugar seguro ( lo de seguro no es un chiste), quiero decir: bien aparcado. Cuando ya había caminado algunos pasos (es que no hay donde aparcar convenientemente) hallé a un sobrino que hablaba con otra persona, un profesor de Arte, me dijo al presentármelo; y como siempre ocurre, si no hay intercambio de tarjetas de visita, ni te acuerdas del nombre y apellidos. Casualmente, ese señor también escribe en algunos periódicos.
Comenzamos hablar con nostalgia de aquella edad nuestra, época inolvidable de Puerto de la Cruz, aquellas correrías nuestras, tantas anécdotas, recuerdos perecederos que súbitamente despiertan en cuanto la magia de la evocación les activa, aún siendo inconcientemente. Aquello forma parte de nuestras vidas, dice de nosotros tanto…Es la historia de nuestro pueblo marinero y nuestra gente.
¿Volverá a ser Puerto de la Cruz como fue ayer?.. Aunque retrocediéramos en el tiempo, poco habría qué cambiar, sólo recuperar aquel espíritu nuestro y la conciencia cívica que no nos permitía renunciar a lo nuestro sin antes luchar por ello. No hay peor pecado que callar ante las injusticias y sin darnos cuenta fuimos cediendo hasta quedarnos con lo poco que aún conservamos. En el caso, posiblemente hipotético, que podamos recuperar algo de lo perdido, habremos dado el paso más importante de nuestra revitalización, como ciudad conmospolita y decididamente turística, como fuera ayer y recuperemos la importancia de nuestro histórico pasado. Apenas necesitamos dinero para ello, sólo amor ciudadano y respeto cívico por lo mucho o poco que tengamos. Ser honestos y cada cual, desde sus respectivos lugares, participar decididamente en renovar lo defectuoso y mejorar lo establecido. ¿Quién da más, señores? Cada cual un poco de buena voluntad, enseñar al que no sabe y castigar la apatía y la poca vergüenza.

Independientemente, pueden improvisar, pero sin interferir en nuestro gran proyecto. Devolverle a nuestra ciudad, aquellos encantos que les han usurpado. Aquellas tradiciones y el espíritu y la ilusión que por indecisos hemos perdido al cabo de los años. Entonces éramos algo inocentones, éramos incapaces de dudar de los demás, todo lo contrario, confiábamos que los demás eran como nosotros, gente de buena fe. Y veamos cómo nos pagaron… Y aún quisieran dañarnos más, en beneficio de sus propios intereses.

Lugares de ocio popular, ventuchos o guachinches y casas de comida populares, lugares de ocio y de reuniones, tanto para los del pueblo, como también para nuestros visitantes, sin tantos lujos y con precios apetecibles. Podemos convivir todos juntos, aunque revueltos no, como dice el parche. Me parece estar viendo los comedores de los hoteles a medio rendimiento, los turistas quieren conocer, cambiar… y divertirse a nuestro modo.
Aquellos que no conocieron al Puerto de la Cruz de ayer, en su verdadero apogeo, no saben nada de nuestro pueblo alegre, bullanguero y conmospolita, De aquella forma ganamos el más grande de los prestigios y llegamos donde llegamos, donde llegan los mejores. Luego, se plantaron los “entendidos” a reformarlo todo, a exigir más impuestos y a imitar a quienes sabían menos que nosotros; pero si fueron más listos a la hora de recaudar e inventar nuevas teorías. Resumiendo, poco a poco fueron “destrozando” a nuestro Puerto de la Cruz. Los dineros iban de un bolsilla al otro, compensando favores y calculando más ganancias… Se apoderaron del suelo y destruyeron la mayoría de aquellas casonas tan emblemáticas, de tanto valor arquitectónico canario y a la vez, sentimentales. Abrieron calles y cerraron callejones, algo tenían que hacer para deslumbrarnos.
No pretendo decir que nada aceptable se ha hecho hasta hoy día, mucho les debe nuestro pueblo, si consideramos las improvisaciones que entonces fueron bien estudiadas y no menos canalizadas en aras de las exigencias modernas que imponen los momentos precisos, eso está bien. Pero haber anulado todos aquellos encantos y nuestras tradicionales costumbres, dice mucho a mi favor.

Recuerdo aquellas serenatas dedicadas a nuestras muchachas, que al romper el silencio de la noche, le daban al callado ambiente aquel toque nostálgico, cuando con ternura y civismo, llamaban a la ventana o al elevado balcón, a la niña amada, su Romeo… Unos más cerca, o sólo escuchando el suave eco de tan bellas melodías, evocaban con sentimiento, momentos iguales en otras épocas, cuando solicitábamos el amor de nuestra dulce Julieta… Aquellos acontecimientos no herían a nadie y todos despertábamos más bien agradecidos del ocurrente mensaje de amor. Pero también, eso nos lo prohibieron las nuevas estructuras sociales, aquellas creencias de nuestros munícipes, de que los extranjeros no podían dormir sus báquicas monas. Si hasta creo que a ellos les gustaba también ese detalle romántico, quizás más que a nosotros mismos. Pero los “entendidos” de turno opinaron y sentenciaron a uno de nuestros más emotivos detalles culturales: ¡La serenata del amor!

Mi despertador, por las mañanas, era el canto del gallo; saltaba de la cama y a prepararme para ir al Colegio. Los viejos permanecían entre sábanas y durante el desvelo pensaban, soñaban despiertos y cavilaban en lo rápido que pasa el tiempo; y cómo nos deterioramos…

La Plaza del Charco, el lugar elegido desde siempre, solar donde aprendimos a comunicarnos socialmente con los demás, donde experimentamos las primeras sensaciones amorosas. Las emociones primeras y los desengaños más crueles, si éramos rechazados en nuestras pretensiones sentimentales. Donde podíamos elegir con la sana dificultad de que todas aquellas encantadoras muchachas eran igualmente aceptables. Lugar de nuestros juegos infantiles y juveniles, de épocas irrepetibles.

Ahora mismo, no cambio estos halagadores instantes que estoy viviendo, por todos los progresos adquiridos en mi entorno. Cierro los ojos y no me cambio… Al menos, déjenme vivir este corto sueño que la evocación me brinda. ¡Cuantas vueltas en nuestra acogedora Plaza del Charco! Aquellos bancos de piedra, aquellos suspiros de la dulce amada, aquel silencio y el profundo éxtasis de nuestras miradas. Aquellos tímidos susurros… Las palabras sobraban, sólo nuestras pupilas y el aliento y los suspiros, nos delataban.
Por las tardes, cuando los pájaros regresaban a sus nidos, cuando invadían los laureles de India y protagonizaban aquel concierto de alegres trinos y el pertinaz piar de los hambrientos polluelos y la falta del calor de sus protectores. ¡Ay, los animales!

Mas, con el reclamo del progreso, siguieron improvisando, los entendidos de entonces y cambiaron por completo la fisonomía de nuestra importante Plaza; ampliaron el número de mesas, después de reformar el Bar Dinámico, que también tiene su importante historia; y luego de haber desaparecido, deliberadamente, el coqueto Quiosco para los Conciertos de música, se acabó aquel incentivo cultural, también la música les molestaba. Luego siguieron destrozando nuestra entrañable Plaza, solar familiar de todos los portuenses, donde acabábamos siempre encontrándonos cada tarde, cada noche.
El Parque infantil y lo otro que no sé cómo llamarlo, como si no hubieran solares disponibles para hacer un Parque decente para los niños en general. Pero había que acabar con todo lo nuestro; y el Manicomio vacío, ¿qué les parece? Hoy no tenemos ni Plaza, ni Club Social, ni Parque infantil para el Turismo Internacional y el mismo para nuestros hijos y nuestros nietos; algo nuestro, ante todo.

A pesar de tantos avatares sufridos, Puerto de la Cruz se resiste a morir esperanzado, claro está, en cada uno de los portuenses de buena fe. Intuyo que oportunamente vamos a dar una severa lección, primero a nuestros detractores y tantos hipócritas que nos cortejan, luego al referido Turismo que sí está pidiendo y hasta clamando, que el Puerto vuelva a ser el Puerto que antaño conocieron y del que tanto se puede leer en las Bibliotecas de nuestro Planeta.
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Celestino González Herreros
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