Me había absorbido el silencio de la noche; por momentos llegué a sentirme cómplice de los duendes nostálgicos que deambulaban sentimentalmente, evadidos de su habitual recogimiento, evocadores de pretéritas vivencias. Muchas de ellas desterradas en el mundano olvido y en las distancias... Que el tiempo ha pasado con sus prisas acostumbradas, dejándonos esa sensación de abandono cuando se nos han ido de las manos buena parte de la vida y la intimidad de los sueños de aquella dulce edad...
Mientras me asomaba en la orilla del camino vi, abajo en la hondonada del Valle y al filo de la costa, los destellos de las luces del Puerto de la Cruz, cual si fueran una constelación fúlgida compuesta de fantásticas formas luminosas, diamantes conectados al negro manto, sí, que refulgieran en la oscuridad y en el silencio de la lejanía. Como una visión quimérica de sueños y luces que parpadearan... Adiviné, en esos instantes, fulgores sublimados de la Ciudad convulsionada por los atractivos que en ella concurren y por la multiplicidad de motivos sugerentes en cada uno de los encuentros fascinantes de su entorno cosmopolita. Tal vez, esa atracción idílica hizo que me detuviera largo tiempo en su contemplación; y busqué, en tal embrujo sensitivo, algo que siempre esperé ver aparecer: el milagro de una visión entrañable perteneciente a ese pasado que se remonta muy lejos de mí.
La embriaguez sensorial quebró mis sentidos, enturbiando el paisaje melancólico de mi Valle, ahora sepultado en el inmenso silencio de la noche, que sólo las luces de los pueblos a mi alcance visual, delataban la intempestiva metamorfosis de nuestros suelos, desde las montañas hasta la costa, como una cascada luminiscente, ladera abajo, hasta llegar al mar que baña nuestras costas y, en ese atisbo hallé las diminutas embarcaciones ahora asistidas por sus lánguidos mechones encendidos que se reflejan en las tranquilas aguas, rielándolas con su luz proyectada sutilmente también hacia la escollera y los salpicados riscos de sus exóticos bajíos... La vista se me extasiaba viendo tantos resplandores y sentía que el corazón, de puro regocijo, se me inflamaba. Me sentía deliciosamente atrapado, como si fuera la última vez que iba a ver todo aquello que objetivamente aparecía ante mis ojos. No sentía prisas por abandonar el lugar y poseído por esa eminente sensación me fui rindiendo, sin ganas de hacer esfuerzo alguno; sólo el pensamiento quería iniciar el peregrino deslizar en busca de las tiernas sensaciones de la emoción que uno experimenta al evocar aquellas cosas que sucedieron y que evolucionaron paulatinamente con el paso del tiempo. ¡Oh, dulce sinfonía la de los sueños que dejan las estelas imborrables del amor, u otras harto deliciosas y placenteras, las cuales transcurren silenciosas trasponiendo todos los umbrales de la ilusión, reflejando así mismo el calor de la pasión contenida, hacia ese infinito, morada eterna de los recuerdos, ahora liberados en mi mente.
Los caminos estaban solitarios, apenas las brisas transmitían sus suaves caricias; no como fuera antes, cuando corríamos por el campo, o abajo en la tranquila playa... Ahora están desiertos, no se oyen los pasos, ya se apagó la risa que antes se oyera... Ahora siquiera oigo cuando las aguas del manantial se mueven sobre los salientes de las rocas, ni cuando corren por los causes de las quebradas; todo parece haber enmudecido en los barrancos, sólo se oye la algarabía de los grillos, que también se apaga ante mi presencia; y, sin detenerme aún, sigo buscando en la noche a que aclaren los caminos, que se quiebren las tinieblas de mi sueño y se rompa el silencio...
Sobre la pesada piedra donde estaba apoyado descargué mi dolor, allí quedaron mis lamentos, mis desencantos y todos mis fracasos mientras miraba a mi Valle de La Orotava. Había penetrado en la oscuridad de la noche recordando todas las cosas bellas que en ese encantador entorno la vida me había dado y entre tantas y emotivas meditaciones, también surgieron las decepciones y no pocas desventuras acumuladas que entonces afloraron entre los desvaríos míos cuando sentí el temor que la soledad nos depara al evocar con los recuerdos el pasado.
Mi mente, poblada de tantos recuerdos, siguió taciturna por todos esos senderos, entre luces y sombras; y la imaginación mía que en vigilia constante sondeaba esa barrera luminiscente buscando a mi verde Valle, sin querer aceptar la tragedia como una luctuosa realidad oculta en la noche... Abajo había gritos y estertores que la noche con la mordaza de su silencio trataba de callar, ahogando así su último aliento... Nunca una noche fue tan larga para mí y al despertar, sobresaltado, corrí hacia la ventana, sudoroso y mi corazón agitadísimo: ¡mi Valle aún vivía!.. Entre sus escombros, esta mágica Primavera, veremos florecer la hierba en su fértil tierra y las aves revolotear entre los caídos matojos... No habrá muerto mi Valle mientras dure este lapso vernal y en tanto, sus caminos estén alegres noche y día, a pasar de tantas luces y sombras... Volverán otra vez a florecer los geranios en sus hoy maltrechos patios y las buganvillas con sus retoños primaverales... Mientras viva mi Valle cantaré hasta que el Cielo oiga mis plegarias... ¡Rogándole a Dios que no muera mi Valle!..
Puerto de la Cruz, a 08 de marzo de 1.995
Publicado en Los Realejos: Agosto 1.995
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