Aturdido aún, digamos, sin haber despertado del todo, al asomarme como hago cada mañana al dejar la cama, al asomarme en una de mis ventanas, más que por hábito, esta vez lo hice atraído por el acostumbrado concierto de ingente cantidad de aves saltando de rama en rama, como un ritual que celebraran, a escasos metros de distancia en la cuidada y hermosa plaza que colinda con nuestra casa... Cada amanecer el trinar de los pájaros, el canto de los mirlos, los arrumacos de las palomas y otras aves, nos hacen más grato el momento, al despuntar el alba matutina, a coro, parece como si orquestaran el canto a la vida del nuevo día y muchas veces me quedo viéndoles y oyéndoles, tan extasiado que pierdo la noción del tiempo. Y si supieran cuanto echo de menos, al rayar el alba, aquel familiar canto del gallo y como el eco que se pierde en la lejanía la respuesta armonizada por aquellos que más lejos se hallaban... Esa dulce melodía mañanera ha sido relegada por ley lejos de nuestro entorno social. Donde vivo, desde antes del amanecer, más parece que quisieran agradecer a la vida, con sus cantos y trinos, la misma existencia del hombre.
¡OH, Dios, cuántas cosas hermosas ocurren en nuestro Puerto de la Cruz! Es costumbre, en nuestra ciudad, echarnos a la calle temprano, cada cual a lo suyo, deporte, paseos, tertulias, etc. Y caso curioso, mucha gente converge en los alrededores del muelle pesquero, hombres y mujeres, a gozar del ambiente que allí se vive, a ver entrar y salir los barcos y en busca del pescado fresquito, aún saltando y los ojos abierto... En nuestras calles se le toma el pulso a la dinámica ciudad y el vecindario sabe de qué adolece y cuantas bellezas y excelencia nos brinda y que prestigian cada nostálgico rincón que la conforma. Quizás, por el valor de su historia, haya más que decir, más de lo que quisieran imprimir mis humildes palabras. Puerto de la Cruz, antes de hablar de el, debiéramos pensar muy detenidamente, llegando a quererle, cómo siempre nos ha tratado, cómo somos los portuenses, cómo acogemos y mimamos a los que nos visitan, cómo dejamos que disfruten de sus encantos y se lleven los mejores recuerdos a sus lugares de origen.
Si se quiere que nuestras instalaciones turísticas de ocio y recreo estén mejor dotadas, las calles más limpias, las fachadas de nuestras casas y edificios más decentes, etc. todos, propios y visitantes, tenemos que contribuir a ello, ser más respetuosos con el medio ambiente y menos despreocupados con lo que con tantos esfuerzos y escaso dinero nos lo han acondicionado, con la mejor buena fe, para que todos estemos contentos. A buen entendedor pocas palabras bastan. Las aceras están que dan pena de excrementos y “meadas” de perros, porque nadie respeta las ordenanzas municipales respecto a la responsabilidad de los dueños. Ni se hacen respetar quienes están obligados a hacerlas cumplir. Los perros no tienen razón, no tienen culpas. Y así, sucesivamente. Contribuyamos, pues, todos por igual, cuidando lo poco que tenemos y sin culpar a nadie.
Celestino González Herreros.
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